54. Gaspar

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Amapola, la mamá de Alan, siempre había sido muy amable y paciente, pero su hijo estaba poniendo su paciencia a prueba con cada uno de sus reclamos. Aquel verano era el comienzo del año 1997, el último año en el que Alan pasaría las tardes en casa de sus abuelos, porque comenzaría el colegio en marzo. Había estado especialmente irritable desde que le habían dado la noticia y todas sus rabietas habían ido a parar a su madre y a cualquiera que tuviera la mala suerte de toparse con él.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó cuando ya se había cansado de que el pequeño la jalara del vestido para llamar su atención.

—Es ese niño otra vez —dijo Alan señalando hacia el fondo del patio donde él y sus primos habían estado jugando hace un rato antes de haber sido interrumpidos por la llegada de aquel intruso— el hijo de la cocinera.

—Se llama Gaspar —le recordó su madre abriendo los ojos a modo de advertencia— ¿Qué les está haciendo ese pobre niño?

—No podemos jugar si él está ahí.

—¿Por qué no? —preguntó Amapola— deberían invitarlo a jugar.

—¡No! ¡Es muy chico! y va a arruinarlo todo —dijo dando saltos en su lugar— además tendríamos que empezar de nuevo si llega otro jugador.

—Estoy segura de que no les va a costar nada explicarle las reglas —dijo ella— ahora vete a jugar y no quiero que vuelvas hasta que la teleserie se haya terminado.

—¡Pero mamá!

—Y ni se te ocurra ponerte al sol, Alan.

El pequeño cuerpo de Alan hervía de rabia cada vez que su mamá lo trataba de esa forma. ¿Por qué no podía escuchar sus totalmente razonables argumentos para no querer jugar con el aparecido de Gaspar? Él no tenía los mismos juguetes ni veía las mismas series en la televisión, por lo que no entendía sus chistes y, además, olía raro.

Se llevó las manos a los bolsillos del short y deshizo el camino hacia sus primos mientras pateaba una piedra. Ellos lo esperaban sentados en círculo mientras veían una larga senda de hormigas avanzando con comida sobre sus cabezas. Cuando la sombra de Alan les cubrió el sol, levantaron la vista para recibirlo, pero les bastó con ver su rostro para darse cuenta de que no traía buenas noticias.

—Dijo que teníamos que jugar con él.

Todos se quejaron. Marco e Isaac, sus primos mellizos, incluso se dejaron caer hacia atrás en el césped dramáticamente.

—Entonces anda a invitarlo tú —dijo Marco— tal vez se asuste, se vaya y nos deje el patio solo para nosotros.

Alan le lanzó una mirada a Gaspar que no se había movido desde que habían llegado al patio. Seguía sentado en el pasto con la espalda recargada en la valla de madera que separaba la propiedad de los Fuenteclara del bosque mientras trazaba líneas es un cuaderno con crayones. A Alan le bastaba con verlo para saber que aquel tipo de personas era a quienes primero destrozaban en el colegio. Sus primos mayores ya le habían contado cómo funcionaban las cosas ahí y si ellos lo decían debía ser verdad. A nadie le importaba si eras una buena persona en el colegio, solo importaba que fueras bueno en deportes, que fueras inteligente o que fueras divertido. Si daba la casualidad de que tenías esas tres características, como era su caso, podrías llegar a la cima en menos tiempo que cualquiera. Gaspar no era nada de eso, pensó Alan mientras caminaba hacia su encuentro sin dejar de estudiarlo con la mirada. No era nada impresionante ni perspicaz, jamás lo había escuchado decir una broma que fuera graciosa ni correr especialmente rápido. Nunca había sabido qué era lo que el abuelo veía en él.

—Oye tú —le dijo cuando estuvo a solo unos pasos de él. Gaspar levantó la mirada de su dibujo y se quedó viéndolo asustado cuando se dio cuenta de quién se trataba.

—Alan —dijo saludándolo con la cabeza.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, pero como Gaspar tardó mucho en contestar, Alan terminó por arrebatarle el cuaderno de las manos para ver por su cuenta— ¿Qué es esto? ¿Es un perro?

—Es... Es don Eduardo —respondió Gaspar ofendido y triste al ver que Alan arrugaba la nariz ante la obra que le había tomado tanto esfuerzo.

—Dibujas horrible, deberías dejarlo y venir a jugar con nosotros —dijo.

Gaspar abrió la boca sorprendido. Podía pasar por alto el insulto si Alan lo invitaba a jugar con él y los demás. Habría saltado y dejado todo lo que estaba haciendo de no ser porque recordó algo incluso más importante.

—Primero tengo que preguntarle a mi mamá —dijo— me pidió que la ayudara a preparar la once.

El mayor rodó los ojos exasperado. Ese niño sí que era tonto.

—Así jamás vas a tener amigos, ¿sabes? —dijo tirando el cuaderno al suelo cerca de sus manos— muévete, vamos a jugar a la pelota y tú vas a estar en el equipo de Isaac.

—Pero...

—¿Quieres jugar con nosotros o no?

Gaspar apretó los puños sin saber qué hacer o qué decir. ¿Cómo podría rechazar una oferta como esa?

* * * *

—¡Oye, Gaspar! —escuchó que lo llamaban de pronto y por el tono impaciente en la voz de Ágatha, supuso que no era la primera vez— ¿me escuchas?

—Eh... Sí —dijo parpadeando repetidas veces para volver a la realidad. Se había quedado atrapado en el pasado como tantas otras veces.

—Mat y yo estábamos pensando en que deberías usar tus habilidades de fantasma para ir abajo sin que nadie te vea y así rayarle el Mercedes a Alan —dijo la joven extendiendo el brazo. Cuando abrió la mano, Gaspar vio un clavo de cinco centímetros brillando en todo su esplendor, pero Mat la apartó antes de que pudiera preguntar.

—¡No estábamos diciendo eso! —dijo Mat— solo decíamos que deberías ir abajo para ver si estaban hablando de nosotros.

El fantasma asintió y dio media vuelta dispuesto a salir, pero se detuvo con la mano en la puerta un segundo en el que volteó para preguntarles a sus nuevos amigos:

—¿Por qué le rayaríamos el auto a Alan?

Ellos lo quedaron mirando y les entraron ganas de llorar. Gaspar era un alma pura. Puede que haya sido un alma errante, pero era un alma pura al fin y al cabo, una que nunca había ido a la gran capital ni había presenciado las atrocidades que día a día se cometían ahí si la gente no espabilaba.


El invitado de honorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora