65. Alan

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Sostuvo firmemente el pomo en su mano derecha antes de abrir la puerta. Jade se había devuelto a la cocina a mitad de camino cuando recordó que había olvidado llevar las servilletas, lo que le había dado tiempo suficiente para organizar los pensamientos en su cabeza que no hacían más que desorientarlo. Alan recargó la frente en la fría madera de la puerta y suspiró, fue un suspiro largo y lánguido que no consiguió calmarlo del todo.

¿Cuándo había sido la última vez que se había puesto nervioso por entrar en la habitación de una mujer? Debió haber sido a los dieciocho o diecinueve años, cuando comenzaba la universidad. Habían pasado más de diez años desde eso y no entendía cómo era que no podía mantener las manos quietas y la voz firme y segura con la que hablaba normalmente. Más aun, no entendía por qué era que no paraba de sudar. Solo era cuestión de tiempo para que el sudor le manchara la camisa y Jade también lo notara.

Se golpeó la cabeza contra la puerta en un intento de calmarse, pero solo consiguió hacerse daño y dejarse la frente roja. Para ese entonces, su prima comenzaba a subir las escaleras con la caja de pizza sujeta contra la cintura y dos platillos de pan y servilletas en una mano.

—¿Está todo bien? —preguntó al ver a su primo encorvado sobre la puerta, pero él levantó el pulgar de la mano derecha a modo de respuesta mientras abría sin girarse.

Aquella habitación jamás había sido tan especial para Alan como las demás. No era el despacho de su abuelo, ni la sala de juegos o el comedor, donde solía pasar las tardes de verano y fines de semana con sus primos jugando hasta que ya no daban más. Aquella habitación había sido siempre un simple cuarto de invitados, pero ahora, luego de albergar las pertenencias de Jade durante aquellas semanas, de pronto le parecía mucho más.

El perfume de la joven, el cual sentía nada más cuando la tenía cerca, ahora estaba por todas partes, lo abrazaba al entrar. Su chaqueta estaba colgada en el respaldo de la silla, su laptop encendida sobre el pequeño escritorio y una taza de café con marcas de labial sobre el velador. Alan sentía que podría quedarse toda la vida recolectando esos pequeños pedazos que Jade iba dejando atrás, como todas las veces en las que había recogido las conchas que traía el mar. Jade no tardó en hacer espacio en el velador para dejar las cosas, en correr las almohadas para sentarse en un lado de la cama y dar palmadas junto a ella para que la siguiera. Alan respiró profundo antes de avanzar. Se quitó los zapatos y la tela del pantalón se tensó cuando dobló las piernas para sentarse en la esquina inferior, a cientos de kilómetros de Jade y de aquel mar que amenazaba con devorarlo todo a su paso.

—¿Por qué tan lejos? —preguntó mientras le tendía su plato. Al ver que Alan no hacía nada por acercarse, fue ella la que se movió hacia él.

—Hace calor, Jade —respondió de mala gana— no vayas a pegarte a mí.

Porque si lo hacía, estaba seguro de que no viviría para contarlo.

—Ok, ok. Me quedo aquí —respondió ella— pero no vas a salvarte de contarme lo que necesito saber, así que ¿por qué no empiezas desde el principio?

* * * *

La muerte siempre llega como paracaidista a las fiestas y no hay forma de estar preparados para ella, incluso si creemos que lo estamos. Eso le pasó a Alan hace casi un año mientras revolvía con parsimonia su taza de café en el comedor de la casa de sus padres. Era día sábado en la mañana, pero aun así se encontraba trabajando en el cerro de papeles que su papá le había puesto en frente. Cerró los ojos por un segundo mientras dejaba que el sabor amargo de su bebida se esparciera por su boca. Necesitaría más de eso si pretendía hacerle frente al día que venía.

—Papá, usted sabe que estudié economía y no leyes —dijo mientras dejaba la taza sobre la mesa para tomar una de las hojas entre el índice y el pulgar como si fuera un insecto del que prefería mantenerse alejado— ¿por qué no le muestra esto a su abogado?

El invitado de honorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora