75. Gaspar

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Esperar a que un exorcismo se llevara a cabo era casi tan angustiante como esperar a que dieran las doce en la noche de Navidad para recibir los regalos. Gaspar se llevó las manos tras la espalda y dio una vuelta más en el ático mientras esperaba a que sea lo que sea que estuviera a punto de pasar pasara.

¿Cómo se suponía que se llevaba a cabo un exorcismo? No tenía idea. Le había preguntado a Ágatha y a Mat cientos de veces antes de ese día, pero ninguno de los dos había sido capaz de darle una respuesta que lo dejara preparado para aquel momento.

—Todo es muy variable, no se puede generalizar cuando se trata de espectros —había dicho la joven de lentes en más de una ocasión dejándolo aún más confundido. Ahora, a las 8:50 y con la creciente ansiedad en su estómago, esperaba alguna señal que vendría desde el primer piso, desde Ágatha y el círculo trazado en el suelo de la sala en el que estaba trabajando.

Gaspar dejó de caminar cuando el reloj de la pared dio las 8:55. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y esperó. Si todo salía como lo habían planeado, esa noche sería la última de Eduardo Fuenteclara II y no podía evitar estremecerse al imaginar que él sería parte de eso. ¿Un exorcismo contaba como asesinato? Esperaba que no. Soltó un suspiro y recordó la última vez que había visto al hijo de don Eduardo, hace más de un año en una tarde muy parecida a esa.

Febrero de 2018

Había pegado las manos y la oreja a la puerta y estaba tratando de no hacer mucho ruido al respirar. Don Eduardo y su hijo se habían encerrado en la oficina hace casi una hora y hasta entonces no había sido capaz de escuchar ni una sola palabra, hasta ahora que habían comenzado a levantar la voz.

—Si crees que voy a dejarte alguna de mis cosas... —había dicho don Eduardo tan serio y enérgico como siempre a pesar del creciente malestar que lo había obligado a relegar casi todas sus funciones en el banco. Gaspar sabía que estaba enfermo, él mismo se lo había dicho. También sabía que su hijo no había ido a visitarlo solo para verlo y ponerse al día sobre su estado de salud. Las mucamas solían murmurar esas cosas en los pasillos y charlar abiertamente sobre el tema en sus horas de descanso, cuando sabían que ninguno de los miembros de la familia estaría escuchandolas.

Hablaban de los años que vendrían por delante tras la muerte de don Eduardo, de qué pasaría con ellas, de si las más jóvenes tendrían que volver a la casa de sus familiares, de si el nuevo dueño de la casa las contrataría o si tendrían que buscar un trabajo diferente. Gaspar se limitaba a escuchar y casi nunca decía nada. Para ese entonces, había logrado armar el panorama en su cabeza gracias a los retazos de información que había recolectado de aquí y de allá. Ahora que escuchaba la discusión que se llevaba a cabo en la oficina, los trozos inconexos del relato comenzaban a tener sentido.

Don Eduardo no viviría para siempre y cuando el momento llegara, tendría que dejar a alguien a cargo de la casa y sus negocios si no quería que fuera la ley quien repartiera su patrimonio. Gaspar sintió que su corazón se paralizaba cuando escuchó al anciano decir su nombre en medio de los gritos de su hijo mayor.

—No va a estar sola, Gaspar estará ahí para guiarla —dijo— Jade tiene el mismo derecho sobre mis bienes que el resto de mis nietos y Gaspar tiene toda mi confianza.

El joven abrió los ojos de par en par. Una cosa era ser la mano derecha de don Eduardo Fuenteclara y ayudarlo a llevar la casa, pero otra muy distinta era encargarse de que todo funcionara bien una vez él no estuviera. El hecho de que Jade se hiciera cargo de la casa dentro de unos años significaba que volvería a verla regularmente y, aunque en otra circunstancia eso lo habría hecho saltar de emoción, ahora no podía hacer otra cosa que preocuparse.

No estaba seguro de si podría hacer lo que don Eduardo esperaba de él. Su hijo, Eduardo Fuenteclara II debía pensar lo mismo, pues cuando salió del cuarto con los puños apretados y la mandíbula tensa le lanzó una mirada que lo dejó helado. Gaspar apenas había alcanzado a retroceder para que la puerta no le diera en la nariz y él lo notó.

—No estorbes —le dijo antes de comenzar a caminar por el pasillo y hacia las escaleras.

* * * *

Los recuerdos cada vez le parecían más reales y se preguntaba si eso era un efecto colateral de ser un fantasma. El llamado de Ágatha desde el segundo piso lo sacó de sus pensamientos.

—¡Gaspar! —gritó la joven y su voz hizo eco por toda la casa vacía— ¿puedes venir?

Gaspar se puso de pie de un salto y caminó hasta ella. La encontró luego de unos segundos al inicio de la escalera que llevaba al primer piso. Ágatha estaba tal como él recordaba haberla visto horas antes cuando ella, Jade y Mat habían salido de la casa para arrendar el auto, solo que su nerviosismo parecía haber crecido a medida que avanzaba el día. Ni siquiera sabía muy bien por qué estaba ahí; Ágatha, al ser una exorcista de renombre como ella misma se denominaba, debía estar presente en el lugar de la acción y no en la segunda fila de batalla como él, pensó el fantasma.

—¿Qué pasa? —le preguntó y trató de que su sonrisa resultara contagiosa, aunque falló rotundamente en el intento. Ágatha desviaba la mirada hacia sus pies, hacia la ventana y hacia cualquier lugar con tal de evitar el rostro del otro. Gaspar llevó una mano hasta su hombro y frotó con cuidado para no hacerle daño— tranquila, todo va a estar bien.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Estás aquí conmigo —respondió— no voy a dejar que nada malo te pase.

Ágatha asintió despacio y dio un paso hacia la derecha para dejar el camino hacia las escaleras libre.

—¿Puedes bajar conmigo al primer piso? —preguntó— necesito que me ayudes con algo.

Gaspar asintió de buena gana y la rodeó para comenzar a bajar, pero antes de que pudiera poner un pie en el primer escalón, sintió que lo sujetaban por el overol. Cuando se giró para ver qué ocurría, se dio cuenta de que Ágatha lo miraba aterrada y casi sin parpadear. Había llevado una mano hacia su pecho y aunque no hacía presión con ella, el fantasma sintió que el aire comenzaba a faltarle como si por primera vez en mucho mucho tiempo, volviera a necesitarlo para respirar.

—¿Qué haces? —preguntó tratando de sonar calmado y buscando la baranda de la escalera a tientas, pero antes de que pudiera hacer cualquier cosa sintió la presión en su pecho y vio en cámara lenta sus dedos tratando de sostenerse sin lograrlo y el rostro de Ágatha atravesado por la culpa. Por primera vez en mucho tiempo sintió el peso de la gravedad sobre su cuerpo y de golpe comprendió lo que estaba pasando.

Los recuerdos pueden enterrarse en las profundidades de nuestra mente y esperar por años, a veces décadas enteras, pero jamás desaparecen. No era que Gaspar jamás se hubiera preguntado cómo murió, sino que no podía recordarlo y luego de un tiempo desistió de buscar la respuesta a una pregunta que ya no tenía caso contestar. Sin embargo, en aquel momento y como un balde de agua fría, sentía caer sobre él todas las respuestas y los recuerdos de aquella noche hace más de un año en la que Eduardo Fuenteclara II, al igual que Ágatha, lo había llevado hasta las escaleras para dejarlo caer por ellas.


El invitado de honorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora