57. Alan

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La avenida principal conectaba el pueblo de Pomeral con la carretera que bajaba desde Chillán hasta el extremo sur. Nunca estaba muy transitada, ni siquiera en verano, era era la temporada alta de turismo. Cada vez que manejaba por ahí, Alan sentía que podía desconectar su mente de cualquier problema para concentrarse en el mecánico proceso de mantener el auto en movimiento y en el carril. Cuando vio su reflejo en el espejo retrovisor, se sorprendió al ver su propio rostro con el ceño fruncido casi de forma involuntaria. Aquello no estaba bien; desde que Jade había llegado a la casa de su abuelo ya ni siquiera podía disfrutar de manejar solo y en silencio durante veinte minutos.

La siguiente salida estaba a varios metros de distancia, y no tenía a nadie detrás de él, por lo que giró el auto para quedarse detenido en la entrada de un camino de tierra. Encendió las luces intermitentes y buscó en la guantera el encendedor y la cajetilla de cigarros que siempre llevaba en caso de emergencia. Cuando la abrió se dio cuenta de que solo le quedaba uno. Desde que Jade había llegado, también había empezado a fumar más de lo habitual.

Estaba estresado, Jade lo estresaba hasta extremos que jamás creyó que podría llegar y, sin embargo, siempre era él quien volvía por ella.

La rueda del encendedor giró bajo su dedo sacando chispas, luego dejó que el humo del cigarrillo entrara a su boca.

¿Por qué Jade había dicho todo eso? Pensó mientras movía la palanca bajo el asiento del conductor para quedar recostado. Su papá no era la persona más cariñosa del mundo, él mismo había sido testigo de eso; sin embargo, no era el villano que ella estaba pintando en sus historias de fantasmas.

En primer lugar, pensó dándole una honda calada al cigarrillo, ¿cómo era posible que las personas volvieran de la muerte para aterrorizar a los vivos? Había escuchado cientos de historias de fantasmas, miles de anécdotas compartidas en las noches junto a la luz de las velas, pero jamás había creído una sola de ellas. Si la vida no daba segundas oportunidades, ¿por qué lo haría la muerte?

A su prima le estaban llenando la cabeza de basura esos supuestos exorcistas, se dijo cerrando los ojos e intentando concentrarse en el canto de las aves que se escuchaba a la distancia. Si buscaba entre sus recuerdos, podía verla sentada en las mesas del jardín bebiendo té helado mientras escribía en aquellas esquelas con diseño que tanto atesoraba, la veía bailando en los grandes salones con sus vestidos almidonados y sonriendo, siempre la veía con aquella sonrisa dulce que hacía que su corazón se derritiera como mantequilla. Antes de irse y conocer a esos locos no hablaba de fantasmas ni de cosas así.

De pronto, una idea se coló en su mente y por poco deja caer el cigarro entre los dedos. ¿Estaba recordando a Jade o Eloísa? Un escalofrío le recorrió la espalda y tuvo que aplastar la punta del cigarro en el cenicero del auto, porque sentía el estómago revuelto.

En algún punto de su memoria, los recuerdos de su prima y los de Eloísa se mezclaban hasta terminar unidos en una quimera de piel blanca expuesta al sol, de cabello color chocolate que caía sobre su espalda, de labios rojizos que se abrían para formar cada una de las letras de su nombre cuando lo llamaban.

Alan... Alan... Alan. Las había escuchado tantas veces que había memorizado el sonido de su voz, su voz que circulaba libre y sin vergüenza por su cabeza cada vez que se iba a dormir.

—No, no, no —dijo en voz alta para así disipar cualquier pensamiento sobre su prima, pero ya era demasiado tarde. Podía sentir la forma de su cuerpo en sus manos, el ancho de su espalda en sus brazos y el perfume que desprendía su cabello en su nariz. Tuvo que girar la llave para echar a andar el motor una vez más. Necesitaba manejar, se dijo. Necesitaba manejar de vuelta al trabajo o terminaría haciendo algo de lo que de seguro se arrepentiría.


El invitado de honorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora