31. Mat

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Ágatha no había llegado muy lejos. No solo tenía las piernas de la mitad del largo que las suyas, el vestido le apretaba por todas partes y los alfileres de gancho amenazaban con salirse y pincharle la espalda. Mat la encontró en el primer piso, al inicio de las escaleras y mirando en todas direcciones y con los ojos abiertos como platos. Se veía tan frenética que si no la hubiera conocido, se habría mantenido alejado de ella.

—¿Quieres explicarme qué está pasando? —dijo al llegar hasta su lugar. Ágatha le tomó la mano con fuerza, tanta que sus uñas cortadas al ras se clavaron levemente en su piel.

—El tesoro de la familia Fuenteclara —parecía que las palabras se empujaban unas a otras por salir de su boca— está escondido entre las cenizas del abuelo.

Mat la miró en silencio un momento antes de negar con la cabeza. Ágatha había comido demasiada azúcar esa noche y debía estar un poco hiperventilada.

—Ágatha, eso es absurdo —dijo Mat— los familiares de Eduardo Fuenteclara son banqueros y debieron haber guardado toda su fortuna en un banco, ¿por qué crees que lo guardarían entre medio de sus cenizas?

—Puede que no esté ahí el dinero —admitió cruzándose de brazos— ¡pero estoy segura de que si buscamos ahí vamos a encontrar la siguiente pista que nos lleve al tesoro de verdad!

—¿De dónde sacaste eso?

—Tú también escuchaste a Jade hablar con el presumido de su primo —respondió— estaba preocupado porque podíamos esparcir las cenizas de Eduardo.

—Estoy seguro de que no se refería a eso.

—Como quieras —dijo Ágatha mirándolo con el ceño fruncido antes de dar una dramática media vuelta y comenzar a caminar— pero no vengas a rogarme que te dé una parte del dinero cuando lo encuentre.

—¿A dónde vas? —no recibió respuesta más que el ruido de los pasos de la joven sobre el suelo de baldosas— ¡Ágatha!

Algunos de los invitados se giraron para mirarlo, pero la mayoría lo ignoró como llevaba haciendo desde que habían llegado. Estaban ocupados viendo los regalos que le habían llegado a Ester, incluso los niños más pequeños, quienes tenían la esperanza de que alguno fuera para ellos. Mat alcanzó a Ágatha en medio del salón lateral, el lugar donde las personas habían dejado sus bolsos y sus abrigos.

Ella estaba mirando cada rincón de la casa en busca de algo que se asemejara a una urna funeraria. Le avergonzaba un poco admitir que tal vez, solo tal vez se había precipitado. Incluso si lo que decía era cierto y los Fuenteclara escondían un tesoro entre las cenizas del difunto, era muy poco probable que tuvieran dichas cenizas tan a la mano de cualquiera que pudiera robarlas.

—Te dije que era una mala idea —dijo Mat mientras recuperaba el aliento luego de correr. Ágatha miraba el piso amurrada, con las manos apretadas en puños, por lo que Mat supo que no era bueno insistir demasiado— vamos, no pasa nada.

—Déjame, Mat.

—Todavía queda mucha noche por delante, podemos olvidar todo este asunto de las cenizas e ir a pasarla bien con la señorita Jade.

Mat le puso una mano en el hombro y comenzó a darle empujoncitos hasta que Ágatha, a regañadientes, terminó cediendo y girando en la dirección que él le señalaba: hacia el salón principal, con el resto de los invitados.

—Bien —dijo tras dar un suspiro— vayamos a ver los aburridos regalos.

—Así se habla.

—Soy una detective increíble, ¿cierto? —preguntó y Mat asintió con la cabeza— no podrán ocultar ese tesoro para siempre, es solo cuestión de tiempo antes de que encuentre esa urna.

Mat rió nervioso para sus adentros. Le habría resultado más fácil retener un tsunami con un balde de agua que parar a Ágatha cuando algo se le metía en la cabeza. Aquella era una solución parche y lo sabía. Solo esperaba que durara el tiempo suficiente como para salir ilesos de aquella fiesta y sin que ninguno de los presentes pusiera una demanda en su contra.

Su calma desapareció tan rápidamente como había llegado. Lo supo cuando avanzó hacia los demás y se dio cuenta de que Ágatha no lo seguía. Se había quedado quieta y con los ojos clavados en un punto fijo. Mat siguió su mirada y tembló de pies a cabeza cuando descubrió que en el reflejo de los vidrios del ventanal se podía ver un mueblecillo de madera más sencillo que el resto de la decoración de la casa. Sobre él estaba la urna que de seguro contenía las cenizas de don Eduardo Fuenteclara.


El invitado de honorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora