Capítulo 29: Malos mentirosos

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La presión en su pecho era tan fuerte que llevaba rato sin poder abrir los ojos por el miedo, oyó a lo lejos cosas caer al suelo mientras se movía por el dolor, la quemazón en la garganta, el dolor en los brazos, la falta de aire, eran cosas que ya conocía, pero ahora todo se sentía... Ajeno.

Cuando abrió los ojos se encontró con la mirada aterrada de Jayce, intentando no hacer ni el más mínimo movimiento, atemorizado por el bisturí que amenazaba con cortarle la garganta.

—¿Estás...? — dijo Jayce con la voz temblorosa.

Un mechón de cabello se interpuso en su vista, un mechón de largo cabello negro; demasiado largo para ser suyo. Se fijó en la mano que amenazaba al chico, dedos pálidos y largos, en una mano pequeña que no le pertenecía. Bajo la mano con rapidez y se hecho para atrás.

—Estoy bien — una voz suave le salió de la garganta, el miedo le subió por el cuerpo y su corazón se aceleró. Menos mal ya sabía cómo controlar sus impulsos y no demostrar sus emociones. —. Déjame en paz — salió como un reclamo bajo en aquella voz cantarina.

Jayce se levantó despacio y con duda le extendió una mano para que también se levantara, la tomó y tan pronto estuvo de pie le ordenó que se largara sin necesidad de decir una palabra.

Una vez el laboratorio quedó vacío comenzó a temblar, su respiración se agitó y recorrió con miedo sus brazos pálidos, llenos de moretones, con pequeños pinchazos cubiertos con curitas mientras otros llevaban días sanando, reconoció ese olor en el aire, el aroma dulce, sutil y a la vez seco del noctum, goteando impasible de la mesa del laboratorio, rodeado de una jeringa  vacía. El brazo le dolió más de lo que debería cuando lo volvió a ver.

Gruñó con frustración, maldijo al aire y cuando no pudo aguantar más dio un golpe contra el escritorio haciendo crujir el mármol del que estaba hecho. Aphelios no sabía cómo afrontar está situación, mucho menos como revertirla. Lo único que tenía seguro es que todo había sido su culpa, y las maldiciones que lanzaba iban todas hacía él mismo. Sin querer cruzo miradas con el reflejo de la ventana, veía a Alune, despeinada, con el ceño fruncido haciendo una mueca de rabia, el largo cabello negro con algunos vistazos de blanco, el rostro rojizo por la falta de aire y el recorrido seco de lágrimas bajarle por las mejillas, apartó la mirada, no soportaba verla.

¿Más efectos secundarios? No tenía problema con eso, pero ¿qué involucraran a su hermana? Era algo que nunca podía perdonarse, mucho menos al ver sus brazos manchados de morado.

Bajo las mangas y se deshizo de la jeringa, nadie debía saber eso, Alune probablemente lo prefiriera así, y eso lo incluía a él. No se sintió mejor al ver más pequeñas jeringas en el bote de basura.

Debía pensar en un plan, no estaba seguro de para qué, pero no podía quedarse ahí sin hacer nada, observo el laboratorio por encima, el tablero lleno de hojas pegadas, los piezas colocadas con cuidado en la mesa central de ensamblaje, las flores de noctum puestas en una esquina donde no les daba el sol, pero sus ojos se detuvieron en una pequeña caja, una bebida de chocolate a medio acabar, justo al lado del tablero. Se acercó y reconoció la letra de su hermana, pero esos glifos, esos eran suyos.

Maldijo entre dientes de nuevo, pero en lugar de lamentarse regreso su vista a la habitación, a aquella puerta cerrada con llave y con la advertencia de no abrirla a menos que no hubiera luz solar. Bajo las persianas quedando a oscuras, y en cuanto el último rayo desapareció del laboratorio un escalofrío le recorrió la espalda, atemorizado se acercó lentamente a esa puerta, rogando para que lo que estuviera ahí adentro siguiera intacto, colocó su mano en el pomo con cuidado y oyó el crujir de la cerradura del otro lado.

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