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Su nombre era Nick Miller, alto, fornido, de rasgos masculinos, sonrisa amable y mirada bondadosa. Reconocido como el mejor fisioterapeuta de California, probablemente del país. Dentro de sus casos más exitosos estaba la recuperación de Trevor James, un famoso atleta que sufrió un accidente automovilístico y le diagnosticaron que no volvería a caminar, sin embargo, Nick logró lo imposible y el deportista le agradeció públicamente cuando ganó el oro por los 5 mil metros en las últimas Olimpiadas.

Al principio mi relación con Nick fue meramente profesional, pero después de pasar tres meses juntos (el primero de forma permanente en el hospital y los últimos dos como paciente eventual), todas las mañanas para trabajar en mi recuperación, nos convertimos en buenos amigos.

Era soltero, tenía 30 años y llevaba poco más de un año trabajando en el hospital, graduado con honores en medicina como el mejor de su clase, no tenía ningún familiar cercano, salvo por Max, un pastor alemán rescatado.

Su madre lo abandonó apenas nació y su padre había muerto cuando él cursaba la preparatoria. Compartíamos el amor por los libros y su fanatismo por las novelas policiacas hacían mis mañanas más entretenidas. Podíamos platicar sobre cualquier tema que me cruzara por la cabeza desde películas y chismes de la farándula hasta teorías de conspiración y fenómenos alienígenas. Compartió conmigo sus planes de viajar por el mundo, aprender a cocinar y poner su propia pizzería.

Con la ayuda de Nick pude recuperar la movilidad antes de lo pronosticado y una vez que mis terapias concluyeron seguimos en contacto, además era de las pocas personas con las que podía conversar sobre mis sueños; me era imposible ocultarle los moretones especialmente cuando eran en la cara o cuello.

Le causaba una extraña fascinación que cada herida causada mientras dormía traspasara a "nuestro plano" como él lo llamaba. También el hecho de que mis sueños siempre vinieran acompañados de los asiáticos le hacía creer que mis ideas sobre los sueños que tuve en el coma no eran tan descabelladas como los demás (mis padres) pensaban.

Al mes siguiente, el índice de criminalidad había aumentado, California se declaró en "Estado de emergencia", de acuerdo con las noticias fuimos el último estado en implementar las medidas federales de protección. Las autoridades pidieron a la población que salieran lo menos posible de sus casas, si debían hacerlo evitaran llevar cosas de valor y de preferencia salieran acompañados.

La fuerza policiaca se distribuyó por toda la ciudad, custodiando bancos y hospitales; la gran mayoría de la gente mudó sus actividades a sus hogares, desde trabajadores hasta estudiantes. Los negocios locales tuvieron que cerrar sus puertas, muchos de ellos no lograrían sobrevivir a los cinco meses que duraría la intensa actividad criminal.

Al principio se rehusaron a cesar actividades, sin embargo, la muerte de los valientes que desafiaron al destino sirvió como ejemplo, se rumoraba que la misma policía era quien había tomado acciones para que los habitantes acataran las órdenes impuestas por el gobierno, pero se quedó en especulaciones entre vecinos, a fin de cuentas, nadie podía comprobar nada.

Los primeros meses fueron los más difíciles, "muertos", "ataques", "incendios" y "explosiones", eran las palabras más usadas en los titulares de los periódicos; expertos financieros y analistas predecían que lo peor de esta situación era la crisis económica que se avecinaba, para mí, lo peor era que cientos de personas no volverían a ver a sus seres queridos, pero así soy yo, tengo "corazón de pollo".

Con el paso del tiempo tuvimos que acostumbrarnos al sonido lejano de las detonaciones; como si no tuviera suficiente, mis sueños eran una auténtica pesadilla; lo único que tenía para distraerme era la escuela, por fortuna antes de que iniciara el encierro masivo, pude llegar a un acuerdo con el director Wilkinson, tomaba las clases en línea y mi tutor asignado fue nada más y nada menos que Jacob Smith.

Amargas PesadillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora