🌼 XIX

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No solo tenía que enfrentar pilas y pilas de documentos o cartas importantes, sino también las quejas en los sectores de su trabajo: en su oficina en la Capital, en su puesto de la élite en la Sociedad Rural y en los campos activos donde todavía trabajan cantidad de peones.

Habían pasado algunas semanas y David ya vivía nervioso por todo lo anterior. Dormía poco, sus ojeras ya estaban notorias, últimamente trenzaba su cabello porque casi no podía peinarse a gusto, a veces dormía fuera de la estancia por varios días y llegaba sintiéndose fatal, con contracturas o dolores de cabeza.

Si algo lo salvaba de no desvanecerse enfermo, es que todavía tenía a su hermano y a su cuñada administrando la chacra, y a sus empleados que lo atendían como un rey.

Tanto trabajo acumulado de golpe le había caído encima como una avalancha.

Por otra parte, Rafael estaba bastante atento al itinerario de David. Trataba de hacerle recordar sus labores, sus citas; se esforzaba todos los días en leerle algunas notas, aunque las palabras se le hicieran complicadas. Estimaba los horarios de llegada de David para mandar a preparar el cuarto de baño, y se levantaba al alba con Ivonne para ayudarle a preparar el desayuno más temprano para el señor.

Como había dicho, lo ayudaría en todo lo que podía.

Y como había prometido, abrazaría a David cada vez que lo viera desanimado o fatigado.

Advertido por la espalda encorvada de su patrón, sus párpados caídos o sus lagrimales enrojecidos, Rafael podía asegurarse de inmediato que tenía que abrazarlo fuerte. Que tenía que decirle que no estaba solo y que descansaran juntos.

David nunca se cansaba de agradecerle.

En el fondo, Rafael sabía que todos esos gestos estaban alimentando aquella ilusión que prometió enterrar consigo hasta la muerte. Pero continuar su vida para cuidar a David, incluía pisotear su propia razón y entregarle a ese hombre su corazón por entero.

Serle fiel, incluso si terminaba roto.

Tocaba la guitarra en las horas libres donde David tampoco estaba. Ya se lo dijo, no haría oír nada frente a él hasta poder replicar algo muy bonito, digno de ese caballero. David solía reír diciendo que exageraba, pero dejaba de insistir porque, hasta el momento, con aquellos abrazos cálidos le bastaba.

Comenzaron los días tormentosos en Buenos Aires que avisaban de un próximo invierno en la distancia.

Una noche, a David lo agarró la lluvia cuando regresaba del pueblo después de pasar a comprar algunas cosas en la pulpería. Sabía que terminaría enfermo por algo así y ya se estaba maldiciendo, porque seguro, de no pasar a comprar nada, ya hubiese llegado a la casa. Además, tendría que volver a uno de los campos en la mañana siguiente.

Su farol de querosén era lo único que mantenía guiado su camino, aun si se tambaleaba de un lado al otro cuando su caballo pisaba los pozos de barro.

Tosió, el primer síntoma. Procuró mantener la calma y animar al animal dándole golpecitos repetidos en el lomo. Así avanzó hasta que por fin el camino se le hizo un poco más recto y pudo distinguir las ventanas de aura naranja de la estancia a lo lejos.

Al acercarse al portón, estaba a punto de bajar para abrir, pero una voz reconocida lo detuvo.

—¡No baje, senhor!

David trató de afinar su visión: se trataba de Rafael, quien se encargó de abrir por él.

El patrón se sorprendió, agradeció pasando rápido con su caballo mientras que el muchacho se quedaba cerrando. Hizo andar al animal a trotes hasta la caballeriza y finalmente bajar allí.

Una de mil • [BL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora