🌼 XXXIX

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La mañana avanzaba y, en la pulpería, Rafael fue viendo entrar a viejos conocidos del pueblo que lo saludaron con alegría cada vez que lo reconocían. Hasta se encontró con algunos de los gauchos que lo invitaba a los fogones con el señor Esteban.

Rafael se estaba animando.

En un momento, uno de sus antiguos compañeros del campo entró al negocio. Al cruzar miradas, se acercaron contentos a darse un abrazo y se pusieron a charlar para ponerse al día. Incluso, cuando Rafael le comentó que iría a visitar la chacra, el hombre se ofreció a llevarlo en caballo.

Hablaron hasta cerca del mediodía, así que Rafael ya creyó que era buena hora para partir y se fue a despedir de doña Pancha y don José.

Volvió al lado de Julio para avisarle y así comenzar a cargar sus pertenencias.

—¿Te dejo ahí o te traigo de nuevo? Aunque no debe haber nadie —dijo Julio en tanto dejaba su pago en la barra y se ponía de pie.

—Me quedo ahí, pero si vemos que no hay nadie volvemos.

—No suele haber nadie —insistió.

Rafael suspiró resignado, era muy probable lo dicho, pero luego captó algo en los ojos de su viejo colega. Con sus pupilas señalaba un rincón de la pulpería y cuando Rafael pudo percibirlo, notó que allí estaba de espaldas —tomando un trago tempranero— ese gaucho barbudo que solía hablar mal de David, Elías.

Ahí Rafael comprendió que quizá el otro no quería mencionar que David estuviera o no, directamente no mencionar su nombre o de qué chacra hablaba para que Elías no parara la oreja.

Eso, a Rafael, lo puso en alerta por su príncipe.

—Comprobemos que no hay nadie —murmuró para ambos y Julio rio.

—Vamos, vamos.

Se apresuraron a salir del negocio y fueron hacia el costado de este, donde estaba el palenque con varios caballos atados esperando por sus dueños bajo la sombra de un joven caldén. Julio desató su yegua, una canela de manchitas blancas, la llevó hasta el frente y se sacó el poncho para dárselo a Rafael.

Rafael quedó confundido, en tanto Julio subía a ese equino tan dócil.

Ojalá los caballos que intentaban domar cuando eran peones hubieran sido así de sumisos.

Volviendo, había quedado más extrañado por el poncho.

—¿Para qué me lo das?

—Cuando subas, ponélo abajo tuyo, no vas a querer que la espina de la yegua se te meta en la raja.

Rafael quedó abochornado ante la risa de su amigo y solo rodó los ojos. Con ayuda de Julio, subió la bolsa para dejarla en medio de ellos, acomodaron el poncho, y allí Rafael montó con la guitarra colgada en su hombro.

Y menos mal que le prestó esa prenda, porque viajar de segundo en un caballo sí que dolía en ese incómodo lugar.

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Una de mil • [BL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora