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Los inmigrantes que llegaban a Buenos Aires para tener una vida mejor iban en aumento. En consecuencia, la demanda por trabajo crecía y la calidad de vida se veía cada vez más reducida tanto para residentes nacionales como para extranjeros de las clases más vulnerables.

En ese contexto, Rafael vio una oportunidad en poder mezclarse entre una multitud de tal tipo ya que no llamaría tanto la atención. En el primer descuido de sus amos, él ya había echado a correr hacia los barrosos asentamientos cercanos al puerto. 

Siendo perseguido, para perderlos de vista, se metió en uno de los tantos conventillos que rodeaban la zona. Entonces cuando sus sometedores quisieron entrar para sacarlo de allí, fueron confrontados por tantísimos moradores del lugar.

Los reclamos en portugués buscaban un punto medio entre las oposiciones y exclamaciones ítalo-españolas. Con sentido de pertenencia y comunidad, los genoveses no permitirían que tipos tan rudos se metieran al conventillo así sin más. Duramente los echaron de allí.

Al sentir que era seguro salir del rincón que lo acogía, Rafael dio las gracias a los italianos que habían intervenido, quienes se sintieron extrañados entre ellos por el hecho de que un negro estuviera solo o relativamente lejos de donde se asentaba su reducida comunidad. 

—¿Te perdiste, ragazzo? —le preguntó una de las madres que lavaba la ropa junto con varias más.

Rafael intentó comprender qué era lo que le había dicho, aunque lo suponía. Se giró y se desabotonó su camisa sucia para mostrarles la espalda creyendo que sería mejor explicar su situación de esa manera.

Eles me machucaram... Eu escapei deles —respondió intentando sonar lo más claro posible ante aquellas personas.

Pero, aunque hubiese una barrera lingüística, los italianos pudieron darse una idea de lo que esos sujetos hicieron con Rafael.

Ante dicho problema, una vez que se enteraron los dueños del lugar, se le permitió a Rafael merodear por el patio siempre y cuando no usara los despectivos servicios: como el baño, los bancas para sentarse o el lavadero. 

Con tal precariedad, a Rafael por el momento le bastaba ese rincón bajo unas frías escaleras metálicas donde podía resguardarse, recibir la gentileza de unas italianas para dejarle extender su ropa con las de ellas cuando volvía de la rivera después de un baño y ser sustentado con algunos alimentos que le convidaban o que hurtaba de los mercados cercanos al puerto las veces que iba a buscar trabajo fallidamente.

Las noches eran atroces y casi no dormía por sentirse congelar a pesar de cubrirse con el abrigo que un anciano siciliano le había donado. Castañeaba los dientes hasta que le dolía la mandíbula, y lo único que lo mantenía con la sangre corriente era la compañía de uno o dos de los perritos callejeros que se amontonaban por el recinto.

Las mañanas le eran ruidosas por los jornaleros yendo y viniendo; las tardes eran más divertidas por ver a los niños jugando en el patio, y a veces por integrarse a ellos. La gente le parecía extremista: o muy fría o muy cálida. Sin embargo, a la caída vespertina no podía evitar sumergirse en la melancolía. 

La desesperanza era latente. ¿Había hecho bien en escapar y dejar de ser esclavo? Viajar en barco siempre le pareció terrible por marearse en las tormentas y ser castigado todo el tiempo, pero al menos tenía un techo sobre su cabeza... Mordía su labio resquebrajado en cuanto repasaba lo mal que fue tratado casi toda su vida cuando esta pertenecía a alguien más, y que ahora —amo de sí mismo— tampoco tenía nada para sentirse a salvo.

Una noche, antes de dormir, se preguntó cómo sería ser feliz. Otra noche, se preguntó cómo sería tener paz... Y otra noche más se preguntó si encontraría una libertad que doliera menos que la esclavitud.

Una de mil • [BL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora