🌼 IV

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La carta entre sus manos simulaba una joya preciosa para su vasta curiosidad.

Los signos ocupaban solo el frente, eran pequeños, inclinados, elegantes e indescifrables para su escaso conocimiento en letras. Esa caligrafía pesaba en su comprensión y no podía entenderle a las cursivas —estaba seguro, por lo que había aprendido, de que se trataban de ese tipo de formato, ya que al menos identificó una «a»—.

Sin embargo, escondió la carta para sí en el cajón de su mesa de luz y no volvió a sacarla. 

Seguía intrigado por el comunicado de ese tal Belmont al señor David, pero entendió que debía darse el tiempo de aprender más prioritariamente, e intentar reforzar la confianza entre ambos para obtener pistas que le ayudaran con la lectura.

Y así comenzó a enfocarse mejor en las clases de David. Hasta entonces no se sentía con la capacidad de leer bien y desconfiaba de pedir ayuda a Ivonne o Cornelia para eso, ya que podían descubrirlo y acusarlo con el señor, pero guardarse ese secreto le permitía acercarse cada vez más él, cosa que disfrutaba bastante.

Tener ese poder entre sus manos le daba una cálida sensación de propósito; ganas de despertarse todas las mañanas para escalar hacia un objetivo. Estaba entusiasmado con eso, pero le seguía costando muchísimo.

La dejó estar. Marzo y abril pasaron veloces; en mayo comenzaba el fresco, y él apenas podía leer una complicada oración que no terminaba de entender qué quería decir.

En épocas frías, David debía merodear los campos de criaderos vacunos junto a su familia con más frecuencia, ya que estos quedaban unos kilómetros más lejos de su estancia, donde priorizaba la cría ovina; además sus proyectos cerealeros merecían i...

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En épocas frías, David debía merodear los campos de criaderos vacunos junto a su familia con más frecuencia, ya que estos quedaban unos kilómetros más lejos de su estancia, donde priorizaba la cría ovina; además sus proyectos cerealeros merecían igual atención.

No obstante, muchas veces volvía con la garganta doliendo o su cabeza explotando. Generalmente era Cornelia quien se ocupaba de los cuidados cuando el señor llegaba enfermo a la chacra. Ivonne y Rafael solían pasar a ver cómo estaba cuando la mayor se ocupaba de otras cosas, y Carmen se quedaba cerca de él en los días en que levantaba fiebre hasta que se hacía la hora de dormir.

La dama no era de hierro, su lado sensible florecía angustiado ante el pesar de su adorado; posaba a la orilla del lecho con preocupación anhelando verle mejorar —a veces olvidaba incluso empolvar su rostro para verse ella más viva—, humedecía el paño sin chistar tal como se lo había indicado Cornelia y le acariciaba el cabello desde la frente con la punta de sus dedos separados. David solía conciliar el sueño más rápido de esa manera y se lo agradecía. Aunque fatídicos, esos instantes era una tregua para el humor de Carmen y David.

Desculpe —llamó Rafael desde el otro lado de la puerta tocando dos veces.

Carmen se levantó de su lugar para atender. Abrió intentando hacer el menor ruido posible para no me molestar a David que se encontraba tratando de dormir. La voz le saldría susurrante:

Una de mil • [BL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora