🌼 XI

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Con el pasar de los días inciertos, los empleados seguían con sus labores manteniéndose al margen de la decaída situación de David, siendo auxiliados por Esteban que lo reemplazaba en lo poco y necesario que podía en la estancia.

Dos semanas se completaron desde aquella noche; de la carta fatalista que Cornelia enterró en el cajón grande doblada porque no sabía si tirarla; de la ausencia de los pasos de tacón por la sala; del corazón roto de David.

Al menos el señor salía a tomar el sol en ese último tiempo.

Los muchachitos movieron los muebles del jardín delantero para llevarlos a la parte trasera, donde había más flores silvestres y el sol otoñal era amable y más vistoso. A veces David era acompañado por una taza de té que alguno de sus empleados le traía, aunque a voz ronca solía pedir que le dejarán en soledad.

Allí se quedaba admirando el vasto campo desplegándose tras su chacra. Sus metros cuadrados divididos ampliamente: los corrales, el granero, la huerta, sus animales de cría, la casita de Cornelia y una desprolija figura geométrica de flora aparentando ser la base de su idea de invernadero.

Solo les permitía a sus perros permanecer junto a él, que dormitaban en el césped disfrutando la luz como las plantas, incluso si a veces el invierno lejano se tomaba la molestia de mandar un adelanto con sus pesadas nubes grises.

Salía de su habitación en días amarillentos.

Ese día no fue la excepción.

Por otra parte, Rafael había sido condescendiente y aplicado como nunca en su trabajo. Y desde que se había enterado del luto que su señor mantenía en ese dolor del pecho, se obligó a cada noche leer y releer la carta hurtada hasta que pudiese lograr la soltura que buscaba.

Quería averiguar si podía hacer algo con ella para devolverle la sonrisa a su señor. O al menos que le entregase cualquier otra expresión sincera.

Mas aquella sonrisa de príncipe era una nueva razón de vivir para Rafael y no quería perderla sin luchar por ella como un caballero.

Cornelia se acercó a dejarle el té en la mesa blanca de hierro

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Cornelia se acercó a dejarle el té en la mesa blanca de hierro. David se balanceaba apenas con la voluntad del viento en su mecedora de frente a la hora cálida, la de la siesta, con ojos pequeños.

Ella le decía a él que debía de comer algo. Había notado —todos lo habían hecho— que David se encontraba bajando de peso. En su rostro desmejoradamente pálido se advertían las ojeras de largas noches frías en vela; en su perplejidad suspendida sobre la ancha manta arcoíris, se sumía inexpresivo a la luz del astro rey, como si fuera parte de esa especie también.

David era como un girasol, uno marchito de todos modos... Le faltaba regarse, y no podía.

Rafael se acercó al jardín trasero. Las piernas le temblaban un poco, las manos le sudaban, la cara también. Venía de su descanso, por lo visto, y aun así parecía que no había parado.

Una de mil • [BL]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora