28 | Amor del... ¿bueno?

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—¿Cómo está?

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—¿Cómo está?

Revolea los ojos. Mis piernas, que en el último tiempo son más un detector de ansiedad que otra cosa, rebotan contra el asiento delantero del auto.

—En serio te lo pregunto, mamá. ¿Cómo lo ves?

Pone las manos en el volante, como si estuviera dispuesta a encender el motor sin contestarme. La freno poniendo una mano sobre la suya, lo que hace que se gire para mirarme.

—Ma, por favor —reclamo.

Retira mi mano y la pone con cuidado al lado de mi cuerpo antes de contestarme:

—No puedo hablarte de nuestras sesiones, Isaac. No voy a traicionar su confianza de esa manera. Además, solo vamos tres semanas de sesiones. —Ve que su respuesta no me complace, y arremete una vez más—: ¿Qué es lo que esperabas? ¿Qué todos sus problemas desaparecieran en menos de un mes? No funciona de esa manera, hijo.

—Lo sé, pero bueno, es que quiero verlo bien y no soporto...

—No soportas verlo sufrir —me interrumpe—. Lo sé.

Desde que estuvimos juntos en Nueva York, la relación entre Finn y yo cambió. Al saber lo que sentimos por el otro las cosas fluyen distinto cuando estamos en privado. Ya no nos preguntamos cuáles son nuestras intenciones, porque las vemos reflejadas en cada dulce beso, en cada mirada cargada de emociones diversas y complejas, y en cada abrazo que nos damos cuando no queremos estar solos y decidimos quedarnos en la habitación del otro a pasar la noche.

Sin embargo, fuera de las paredes de la privacidad, Finn no es capaz de tomar mi mano. Menos todavía, darme un beso si estamos en un espacio público. No cabe duda de que está intentando todo el tiempo salir de su zona de confort. Trata de no estar tanto tiempo en su cuarto, de conversar con otras personas cuando puede (por más que sean nimiedades), y de dejar de estar tan atento a la opinión ajena por cada cosa chiquitita que hace.

No voy a negar que quiero que sea capaz de abrazarme, tomar mi mano y besarme en el lugar que sea. Está claro que nunca voy a apurarlo ni ponerlo en una situación que lo haga sentir incómodo, pero la ansiedad... la ansiedad que tengo de verlo bien y de que logre aceptarse tal cuál es a veces me carcome.

Nunca había querido a nadie así. Y es una aventura maravillosa, pero también muy intensa.

—La pregunta que en realidad me preocupa es, ¿por qué no soportas verlo sufrir, Isaac?

Ahora soy yo el que rueda los ojos.

—No, no vas a hacer esto conmigo.

—Sí, vamos a hacerlo, porque en las últimas semanas has empezado a preocuparme, hijo.

Su comentario genera un efecto negativo en mí. No quiero que me psicoanalice, no quiero tener que abrirme con ella cuando no soy el tema importante de esta conversación. Trato de ser civilizado al respecto, pero noto como mis palabras no salen con la amabilidad de siempre de mi boca:

(Trans)parenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora