Aidan
Había sido el día más agotador del mes.
El cambio de optativas me traía loco. No solo se me olvidaba qué clase me tocaba, sino que también las tenía todas en dos puntas distintas del instituto y debía correr como un condenado para llegar a la hora y que los profesores no me cerraran la puerta en las narices.
Y si a esas cuatro carreras, con escaleras incluidas, les sumábamos dos horas y media de entrenamiento, lográbamos un resultado nefasto. Solo quería llegar a casa, embadurnarme en crema analgésica, cenar y ponerme a dormir. Por suerte, ese día había acabado la tarea de clase en los vestuarios de la piscina, puesto que había llegado media hora antes de empezar, como casi siempre.
Saludé a mamá y a papá, fui en busca de Migas y subimos juntos a mi habitación, a la cuál no le dejaba entrar si no era conmigo, ya que me revolvía los cajones para ponerse a dormir en ellos. Lo hacía desde que era pequeño y no había manera de quitarle la costumbre. Cuando se lo comentamos al veterinario, nos dio el contacto de un psicólogo felino.
Lo que lees, hay psicólogos felinos.
Abrí la puerta, encendí la luz y...
―¡Joder!
―¡¿Todo bien, cielo?!
Alice, que estaba sentada en mi cama con las piernas cruzadas, se posó el dedo índice en los labios, indicándome que hiciera silencio.
―Sí, todo bien. Me he tropezado y casi caigo.
―Ten un poco de cuidado, anda.
Cerré la puerta a mi espalda, sorprendido de ver a Alice Wagner en mi habitación después de tantos años. Era como... si todavía formara parte de ella.
―¿Se puede saber qué haces aquí? ―susurré mientras dejaba mi mochila y la bolsa de deporte en el suelo.
―Sabes que no me gusta cabrearme y...
―Adoras cabrearte.
―¿Tú qué sabrás, si llevas años sin hablarme? ―espetó malhumorada. Ya sabía cabreado―. Hay cosas en ti que no entiendo.
La miré extrañado, sin moverme del lugar.
―Alice, no entiendo qué dices ni que haces aquí. Ni siquiera sé cómo has entrado.
―La primera ―dijo sin prestar atención a lo que le acababa de decir― son las razones por las que decidiste que era buena idea romper con una amistad de trece años. Y la segunda es esta.
Y me lanzó una bola de papel al pecho. La agarré antes de que se cayera al suelo, mirándola confundido. Deshice esa bola para leer lo que ponía.
«Es gracioso, ¿no te parece?
Algunos nos pasamos meses prestando atención en clase, tomando apuntes a la velocidad de la luz como cabrones y estudiando para poder aprobar con una nota mínima para que alguna universidad se fije un poco en nosotros, y otros... Otros se rascan la barriga durante todo el curso y luego aprueban con dieces después de haber comprado unos apuntes impecables y unos exámenes iguales a los que se van a repartir a los pocos días.
Muy, pero que muy gracioso.
Igual de gracioso que la foto que hay detrás de esta nota.
Tengo un total de veintitrés fotos, de distintos días, Alice Wagner.
No solo te estás lucrando de la desesperación de la gente, sino engañando al sistema educativo con tus prácticas ilegales. Y no puedo permitir esto. Está un poco feo, ¿no crees?
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Medidas Desesperadas ©
Teen FictionAlice, a sus dieciocho años, es una empresaria juvenil en toda regla. Hace meses que, bajo el seudónimo de W123, vende apuntes y exámenes de años pasados a los alumnos de su instituto. Y todo va estupendamente bien, hasta que una nota anónima llega...