Alice
El viernes, al acabar el entrenamiento, debería estar de camino a casa. Mi plan, en teoría, era arreglarme un poco y salir a dar una vuelta con las chicas. Probablemente nos acabaríamos sentando en un parque a comer y a charlar. Pero nada. Había ido al cuartito del conserje a por la hidrolimpiadora para encargarme de la limpieza de la estatua del tal Ralph A. James. El pobre hombre tenía manchas por todos lados. No sabía cuánto tiempo tardaría en limpiar esa mierda.
La máquina funcionaba regular, puesto que tenía más años que la tos, pero hacía su trabajo.
Hacía eso fuera del horario escolar porque, sí, me daba vergüenza que todo el mundo me viera y pensaba que me habían castigado. Los adolescentes podían ser muy crueles y prefería a ahorrarme las risas que desencadenaría el hecho de que se me pegara algún chicle a la mano mientras los trataba de quitar, o que me empapara por completo.
Como en ese momento.
Hacía una hora que había salido de la piscina, pero parecía que seguía dentro de ella. La presión era tanta, que me salpicaba en todo momento. Y yo quería llorar, porque me sentía inútil.
Alguien me chantajeaba.
Tenía que hacer una lista de tareas absurdas.
Y no sabía ni usar una puñetera limpiadora de agua sin quedar empapada.
Mientras estaba subida en la estatua, limpiando lo que no alcanzaba limpiar desde el suelo, vi que del instituto salía gente. Creo que eran dos chavales del club de Ciencia de Aidan. Solo recordaba el nombre del chico pakistaní, Rajesh. El otro era ¿John? Algo así. Me miraron extrañados, pero no se detuvieron. Se subieron a un coche y se marcharon. Pocos segundos después, salieron Chris y Aidan.
El segundo me miró cuando su compañero de laboratorio le debió decir que yo estaba allí. Lo saludé con la cabeza, pero no seguí con lo mío porque, al despedirse de Chris, Aidan se acercó a mí.
―Entiendo que te va el riesgo, pero subirse a una estatua, y sujetarse solo con un pie y una mano, me parece incluso demasiado suicida para ti, Alice.
―Encantada de verte a ti también, Aidan.
―¿Estás bien? ―Frunció el ceño al escuchar mi tono de voz.
Apagada y agotada; así estaba mi voz, y así estaba yo.
¿No os pasa que cuando estáis mal y alguien os pregunta cómo estáis, os venís abajo? ¿O cuando os abrazan al estar a punto de llorar y estalláis en llanto sin poder evitarlo? Pues eso fue lo que me pasó en ese momento.
No estallé, pero sí que se me escaparon un par de lágrimas.
―Todo perfectamente.
―Baja, Alice.
―Estoy bien. Tengo que acabar esto.
Él y su metro ochenta y pico (maldito Empire State) me agarraron de las piernas. Tiró de mí hacia atrás para hacerme bajar y mi trasero se posó sobre su pecho mientras me retiraba de la estatua. Me tuve que morder el labio con fuerza para que no se me escapara un sollozo.
―Eh, oye ―murmuró. Me bajó al suelo y trató de darme la vuelta para que lo mirara a la cara, pero a mí no había cosa que me diera más apuro y vergüenza más que la gente me viera llorando―. Alice, venga.
―Estoy bien, Aidan. No sé qué haces a...
No acabé de hablar porque sus brazos me rodearon. Las palabras se me atascaron en la garganta. Me presionó contra su pecho y apoyó la barbilla sobre mi cabeza. Entonces sí que se me escapó ese sollozo que trataba de contener desde hacía unos cuantos segundos. Subí mis manos a sus antebrazos y me sujeté en ellos.
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Medidas Desesperadas ©
Ficção AdolescenteAlice, a sus dieciocho años, es una empresaria juvenil en toda regla. Hace meses que, bajo el seudónimo de W123, vende apuntes y exámenes de años pasados a los alumnos de su instituto. Y todo va estupendamente bien, hasta que una nota anónima llega...