Capítulo 10 | Cupcakes de café y confianza

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Alice

En mi tarde libre, aprovechando que ya tenía los apuntes hechos, puse mi lista de reproducción para hacer cupcakes y le hice justicia haciéndolos después de muchos días sin apenas pisar la cocina para elaborar algo.

Me encantaba hacer cupcakes, pero más me gustaba comérmelos. En especial los de café y los de limón.

Ese día tocaba hacer los primeros, que eran mis favoritos y los que mejor me salían.

Preparé todos los ingredientes y me puse manos a la obra. Con Los Tigres del Norte de fondo, todo seguido de Sam Smith y Eminem, hice un total de veinticuatro cupcakes de café que probablemente solo durarían dos días, puesto que en casa éramos seis y yo les llevaría algunos a mis amigas el día siguiente.

Cuando acabé y llegó mi padre, tuve que proteger los cupcakes con mi cuerpo para que no cogiera ninguno antes de que los decorara con la crema. Pero él se quedó allí, al acecho, junto a Brandon que acababa de llegar y se relamía los labios. Él era, con más diferencia, el más glotón de todos. Como tenía un metabolismo digno de estudiar, no se preocupaba por lo que ingería, porque sabía que sus entrenadores no lo regañaron por subir de peso porque... no lo subía.

Separé los cupcakes en dos bandejas y les cedí una a ellos. La otra era para mí. Se llevaron dos cada uno.

Tras meterlas en la nevera para que la crema no perdiera la consistencia, miré la hora. Eran las cinco, hora en la que, más o menos, Aidan volvía del laboratorio. Saqué tres cupcakes de mi bandeja y los puse en un plato antes de subir a mi dormitorio.

En efecto, ya había llegado. La luz de la habitación estaba encendida. Busqué el walkie-talkie, que lo había dejado en alguno de los cajones del escritorio y, cuando lo encontré, lo encendí. Esperé que él también lo tuviera encendido. Pulsé el botón.

―¿Cupcakes? ―pregunté mientras me dirigía a la ventana.

La abrí y, a la espera de que hubieran señales de Aidan, me senté en el alféizar.

―¿Que si quiero o que si tengo?

Me reí por lo bajo antes de contestar.

―Tengo dos para ti en la ventana.

No tardó más de dos segundos en correr la cortina hacia un lado y abrir la ventana. Su sonrisa dijo que, evidentemente, quería cupcakes. Saqué uno para mí y le di el plato con los otros dos cuando se hubo sentado en su alféizar.

―Mm... Café ―murmuró mientras lo olía. Sonrió ampliamente―. Me muero de hambre. Hoy cenamos a las seis y media.

―No sé a qué esperas ―dije antes de darle un bocado a mi cupcake tras quitar el papelito―. Vale, me ha quedado espectacular.

Él no tardó mucho más en deshacerse del papelito, arrugarlo y lanzarlo al interior de su habitación. Le dio un mordisco con el que casi devoró la mitad del cupcake. Gimió echando su cabeza hacia atrás y, sí, a mí se me pusieron todos los pelos de punta.

―Deberías dedicarte a esto. Quítate la idea de ser profesora y abre una pastelería.

Me reí por lo bajo.

No era la primera vez que me lo decía, ni la primera que yo le daba vueltas. Abrir un negocio era complicado de pelotas, y más sin dinero ni experiencia, pero la idea de abrir mi propia pastelería me tentaba muchísimo. Sin embargo, la enseñanza me llamaba mucho la atención. De lengua y literatura, y, por supuesto, de natación. Esto último iba a experimentarlo por primera vez ese verano, puesto que iba a trabajar como monitora de natación casi todas las mañanas, en la piscina del pueblo.

Medidas Desesperadas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora