Capítulo 24. LA NOCHE DE BODAS

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El techo de la habitación dibuja sombras indescriptibles. La única luz encendida proviene de una pequeña lámpara en la mesita de noche. Vestida con un camisón blanco, largo hasta los tobillos, de mangas largas y cuello alto, Daniela respira con dificultad acostada en la cama matrimonial. Tiene los brazos tensos y estirados, pegados a los costados. Su cuerpo está rígido, sus ojos fijos en el techo, su boca pronunciando una oración.

«Dame fuerzas, Señor. Dame fuerzas, te lo suplico».

Es su noche de bodas y está totalmente horrorizada.

Hace unas horas se casó con Alfonso Delvalle y el sacerdote le explicó enfáticamente, días antes, que debe cumplir con sus sagrados deberes matrimoniales.

«No se trata de sí, lo deseas o no, Daniela». «Es tu deber cumplirle a tu esposo. Eso es lo que hacen las esposas buenas y obedientes».

Ella no quería eso. Solloza sin despegar la vista del techo. Ella no quería casarse, no quería. Ella quería seguir con sus estudios de catecismo. Le atraía en demasía el servicio religioso, deseaba esa vida, quería pertenecer a esa comunidad.

Cuando no estaba en la escuela o con sus amigas, se metía de lleno en las actividades parroquiales. Había pensado en tomar los votos y hacer servicios sociales. Le gusta ayudar a los enfermos, llevarles consuelo, esperanza. Ama hacer colectas entre las familias poderosas y llevarle a los menos favorecidos. Eran sus sueños desde niña, es a lo que siempre se quiso dedicar.

Ahora esos sueños, están rotos en mil fragmentos.

No quería casarse, no quería pertenecer a ningún hombre. Le aterran esas prácticas íntimas de las que las religiosas le hablaban y le describían como pecaminosas e impulsadas por el demonio.

Por eso, nunca entendió el delirio pasional de Berenice. No alcanzaba a entender cuál era su fascinación ante todo aquello que envolvía actos tan lujuriosos e impuros y acciones tan irresponsables que la hacían olvidar sus compromisos, que la hacían faltar a su palabra, sin importarle todas las consecuencias que esto le podía traer a su familia, a ella misma. Ni siquiera se detenía a pensar en Gustavo, su prometido.

Sin embargo, la apoyaba y la ayudaba porque era su amiga y le debía lealtad. O eso era lo que ella suponía que debía hacer.

Pero ahora, tenía que pagar aquella lealtad con el costo más alto. Con su propia libertad.

La hicieron abandonar todo lo que amaba. La apartaron de sus amigas. Ahora, la apartan de su hogar, de sus cosas, de su alcoba. Pese a ser mayor de edad, Daniela sigue siendo una jovencita de mentalidad pudorosa, recatada, casi que raya en lo infantil.

Sin embargo, con la misma personalidad dócil y servil con que la han criado sus padres y luego le reforzaron las religiosas, acata todas las órdenes, siempre obedeciendo, siempre cediendo.

Caminó hasta el altar con la barbilla en alto, levantó la mano y se la entregó a Alfonso sin bajar la mirada, aceptó el beso con impavidez. Pero una vez se fueron todos, y quedó sola en la oscuridad de aquella habitación, ella se derrumbó.

Ahora lo espera quieta, tensa, cuál animalito indefenso que llevan al matadero. No lo ama. Sí, le tiene aprecio, le tomó cariño por ser el mellizo de Berenice. Alfonso es guapo, agradable, siempre se ha portado respetuoso, caballeroso, divertido, pero hasta ahí. Además, ella siempre ha sospechado que él ama en secreto a Paulina, o por lo menos está interesado en ella de una manera especial. Se le nota, es demasiado evidente.

Así que, la idea de tener intimidad con alguien que ella no desea y para colmo desea a una de sus mejores amigas, no es para ella nada motivador.

Escucha cuando, por fin, Alfonso abre la puerta. Su corazón se descompensa, palpita aterrado, estrechándose contra sus costillas. Su pecho sube y baja descontrolado, un vacío pavoroso se abre en su estómago y su cuerpo delgado, suave y delicado, tiembla nervioso.

INCONFESABLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora