Capítulo 19. ILUSIONES ROTAS

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Unas manos fuertes y varoniles se apoderan de sus senos

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Unas manos fuertes y varoniles se apoderan de sus senos. Apoyando sus manos en la pared y de espaldas a él, Berenice se retuerce cuando él le pellizca los pezones tan duros como un diamante, tan erectos como las montañas del valle de San Sebastián.

—Gatita —Él gime y su voz ronca la excita mucho más.

Su entrepierna se empapa de un líquido pegajoso que él toma entre sus dedos y se lleva hasta su boca, saboreándolo con deleite.

—Eres tan deliciosa —susurra en su oído, lamiendo sus dedos impregnados de los fluidos que ha extraído de su interior.

Con una mano la sujeta por el cuello. La otra la baja e introduce dos dedos entre sus pliegues. Con el pulgar masajea su clítoris hinchado y palpitante.

Eres mía impone dominante—. Solo mía, gatita.

Solo soy tuya concede ella agitada, con la amenaza del orgasmo a punto de estallar.

Pero él no le concede el alivio que espera, al contrario, le separa las piernas, levanta un poco su trasero y sin ningún preámbulo, arremete dentro de ella. Su erección es potente, vigorosa y sus movimientos salvajes, certeros, abrumadores.

Ella grita de placer. No se cohíbe. Brama llena de lujuria, jadea con desenfreno.

Córrete para mí, gatita exige dominante. Dámelo, lo quiero.

«Bernardo...»

«Bernardo...»

Con las sabanas enredadas entre sus dedos y el cuerpo temblando sudoroso y necesitado, Berenice, despierta agitada. Su entrepierna palpita, sus senos le duelen.

«¡Maldita sea!», solloza frustrada y amargada.

Una vez más, sus sueños la torturan con inclemencia, con crueldad, con saña. De nuevo la engañan haciéndole creer que está con él, con Bernardo, que él la abriga entre sus brazos, la toma con desenfreno y le dice cuánto la ama, cuánto la extraña, cuánto la necesita.

Su entrepierna late demandante, ansiosa, deseosa de ser satisfecha y recompensada. Ella lleva su mano izquierda por debajo del suéter de su pijama, busca uno de sus senos y aprieta su pezón aliviándolo del dolor inclemente de la excitación. La mano derecha viaja hacia su centro, aparta a un lado el diminuto pantalón de seda y el panty humedecido e introduce un dedo entre sus pliegues, con el pulgar estimula el clítoris que no le exigirá mucho esfuerzo ya que le falta poco para alcanzar la anhelada cúspide.

«Bernardo...», jadea mientras su dedo entra y sale, rozando esa zona especial que la eleva a las nubes y le nubla el entendimiento. Masajea su clítoris con la destreza que ha adquirido durante todos esos meses que ha estado lejos de él. Aprieta sus senos con más fuerza, pellizca sus pezones, se retuerce con ímpetu, con descontrol.

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