Capítulo 1

89.4K 4.3K 581
                                    

El tropezón que me doy es tan vergonzoso que agradezco que no haya nadie en casa para burlarse de mí

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

El tropezón que me doy es tan vergonzoso que agradezco que no haya nadie en casa para burlarse de mí. En medio de una mueca de dolor, extiendo la mano por el suelo debajo del sillón y toqueteo toda la tierra, polvo y mugre hasta que por fin doy con el cuadernillo que ha salido volando durante mi caída. Me pongo en pie con aún más impaciencia, tratando de no volver a chocarme con la caja que mamá ha decidido colocar en el medio del pequeño salón. Ha pasado gran parte de la noche empaquetando cosas para su viaje y para otro asunto que todavía no ha querido compartir conmigo, pero esta mañana me levanté tan apresurada que ya había olvidado la existencia de esas cajas.

Tomo mi par de llaves de la mesita y voy directo hacia el picaporte, pero parece ser que a mayor prisa, mayor tiempo me tardo en lograr girar la maldita cerradura. Cuando salgo y espero un minuto al ascensor, me quedo mirando de reojo la puerta que tengo enfrente: el departamento D, todavía sin ningún dueño que quiera hacerse cargo de él, ni del poco espacio que dicen que tiene ni de los años que ha estado abandonado. El ruido de la rápida llegada del ascensor se roba mi atención, pero nada parece empezar a mejorar incluso cuando entro y oprimo con fuerza innecesaria el botón de la planta baja, porque me observo en el espejo y ahogo una exhalación al contemplar tan grandioso desastre. Aprovecho el corto tiempo de bajada en desenredarme un poco los cabellos pálidos y me paso un dedo humedecido sobre las cejas despeinadas. Cuando las puertas se abren con un sonidito alegre, reacciono y salgo corriendo por el lobby vacío hasta traspasar las puertas y salir a la calle.

El tiempo afuera es agradable; una suave brisa me refresca del deslumbrante y sofocante sol como casi todos los días. Agradezco el estable clima templado de Auferte mientras me siento en mi pequeño y viejo Cooper y lucho por hacerlo arrancar. Me hace feliz tener a disposición mi propio medio de transporte, pero el viejo auto de Clark a veces me traiciona más de lo que me ayuda. Sin embargo, y a pesar de mi notable retraso, soy cuidadosa en las calles y trato de que no me quiten la licencia que hace poco he logrado conseguir.

En medio de una larga avenida, una cancioncita chillona comienza a resonar dentro del coche. Toqueteo el asiento a mi lado hasta dar con mi celular, que se mueve de un lado a otro por la vibración como si se burlara de mí. El único modo que hay para poder oír el tono de llamada de mi antiguo teléfono lleno de fallos de audio es poner aquella insufrible canción infantil. O, al menos, esa es la única solución que he encontrado para que el volumen sea más alto que un mísero suspiro.

Atiendo ya dándome una idea de quién es.

-Ebby -suelto, disminuyendo la velocidad de golpe porque un niño pasa corriendo por la senda-, estoy llegando.

-¡Audrey! -la chillona voz de mi amiga me sorprende al ser un bajo murmullo. Eso no es una buena señal- ¿Cuánto te tardas?

-¿Cómo van?

-Helson ya ha llegado, tiene los exámenes sobre el escritorio.

Resisto el impulso de cerrar los ojos con decepción.

Ignis: Todos ardemos alguna vez | #1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora