Una vez mi padre escribió en un diario que no es bueno sentir tanto odio, tanta ira, porque no es más que una falsa sensación de descarga. Que esos son caminos que no llevan a ninguna parte más que a la culpa y al arrepentimiento. Lo leí una vez que rebuscábamos objetos para vender en las cosas viejas que guardábamos en el armario cerca del baño, y nunca se me esfumó de la cabeza. Lo leí una vez que rebuscábamos objetos para vender enlas cosas viejas que guardábamos en el armario cerca del baño, y nunca se me esfumóde la cabeza.
Me quedo paralizada por el repentino silencio que recorre la habitación.
Miro a mi madre sin pestañear, mientras siento que me pitan los oídos. Está en el suelo, al pie de la pared, respirando forzosamente.
Me quedo tensa y sólo logro agachar la cabeza para verme la mano.
—¿Mamá...?
Abre los ojos, con suma lentitud, y dirige la mirada a varios puntos de la sala antes de clavarla en mí.
Exhalo.
—Mamá... —doy un paso cauteloso hacia ella.
Intento extender la mano para ayudarla, pero ella se apega más a la pared al instante, abriendo mucho más los ojos.
Me detengo cuando sacude la cabeza. Los ojos que estoy viendo no son los ojos con los que me miraría mi mamá. En ellos sólo veo un miedo y una desesperación que me encojen el alma.
—Perdóname, yo... —intento decir, aunque se me quiebra la voz y sólo me sale un sollozo y una lágrima.
Ni siquiera estoy lo suficientemente despierta ni consciente para saber qué decir, estoy con el corazón en la garganta y no puedo ser capaz de salir del trance.
Y aquellos ojos desconocidos me miran como si fuera un monstruo en vez de una hija.
Me miro las manos una vez más y salgo corriendo.
Pequeños puntos fríos se insertan en mi piel. Miro hacia arriba: parece que el cielo también tiene ganas de llorar por mi culpa. Veo de un lado a otro, entrecerrando los ojos por la lluvia, y encuentro el lugar donde está aparcada la vieja camioneta.
Corro bajo las gotas y piso charcos mientras meto la mano en el bolsillo de mi chaqueta y saco la pequeña llave de la camioneta que tengo guardada en casos de emergencia. Al entrar al vehículo me echo sobre el volante metiendo el rostro entre mis brazos y dejando que las lágrimas salgan, esperando así que el enojo convertido en miedo se vaya junto a ellas.
Luego de un minuto enciendo el motor y los limpiaparabrisas. He logrado calmarme más que antes, pero el pecho todavía me da respingos y se sacude con fuerza junto a algún que otro sollozo involuntario.
Salgo conduciendo a gran velocidad, dejando todo atrás y viendo cómo las gotas se esparcen a ambos lados de la ventanilla.
Después de recorrer algunos kilómetros y salir de la ciudad, mis ojos se topan con mis manos. Me observo los dedos, tan apretados contra el volante que se me ponen los nudillos blancos.
De repente tengo miedo de que aquello me vuelva a ocurrir.
Vuelvo la vista al frente, concentrándome en cualquier otra cosa que no sean mis manos. Presto atención a la larga ruta que tengo por delante, y trato de recordar cómo era el camino.
Cuando ya creo que he conducido demasiado y que he seguido de largo o ido por otro sendero, un gran cuadrado de color blanco junto a otro rojo hacen llamar mi atención. Aprieto el acelerador, concentrada en aquellas figuras que se esconden tras la niebla.
Cuando llego a la granja, freno la camioneta y salgo corriendo.
Voy mirando mis pies pasando velozmente sobre el césped mojado, así que me detengo y levanto el rostro una vez más hacia el cielo. Y me quedo allí, dejando que las gotas recorran cada rincón de mi cuerpo.
Me quedo con la idea de que me estoy apagando.
Poco a poco, y como si quisiera retrasarlo, me dirijo hacia la casa blanca. Abro la puerta y entro restregándome los ojos con las mangas de mi chaqueta.
Toda la sala está oscura y en silencio. Con el corazón todavía en la garganta, me dirijo a la cocina y enciendo la luz. Comienzo a abrir cada cajón que encuentro, frustrada, sin perder el tiempo en cerrarlos una vez que los he abierto.
Cuando ya estoy a punto de pegarle una patada al mueble, encuentro unos pedazos de tela blanca, un poco sucias y amarillentas. Las saco del cajón con velocidad y me tiro de rodillas al suelo como una niña pequeña. Estiro cada pedazo de tela sobre las baldosas y luego, sobre ellas, pongo la mano. Con la otra, tomo un extremo de una tela y lo paso por encima... hasta dejarme la mano vendada.
Una vez tengo ambas manos envueltas en telas ajustadas, vuelvo a llorar. Es más, creo que nunca he parado de hacerlo. Camino por la sala y me quedo parada frente a la escalera. Subo un escalón, haciéndolo crujir. Comienzo a subir hacia la oscuridad del segundo piso, y me dirijo hacia la primera habitación que encuentro.
Abro la puerta, que también cruje, y me meto a oscuras. La luz de la luna entra justo por la ventana empañada, y logro visualizar lo que es el único mueble de la habitación: una cama.
Me acerco y me tiro sobre la extensa tela blanca que la cubre, dejándome, esta vez, llorar todo lo que quiera.
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Ignis: Todos ardemos alguna vez | #1 |
FantasyEste es un borrador del 2015. La vida de Audrey en la ciudad de Auferte es tan tranquila y monótona que los planes que ella proyecta para su futuro tienen en cuenta que así siga siendo. Sin embargo, tras un pequeño e inexplicable accidente que ella...