- LUCIÉRNAGA - c.33.

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Si algo había tenido claro siempre, es que cuando pensaba acerca de algo, la mayoría de las veces llevaba razón. Y esta vez, no era diferente. Temía que con la mudanza se distanciasen, y a pesar de ser pareja, así fue. Y eso fue el talón de su debilidad.

Aquellas ideas llegaban a su cabeza, mientras miraba a través de la ventanilla del coche, el paisaje se difuminaba por la velocidad. Y aun absorto en sus pensamientos, escuchaba la voz de su madre, sobresalía sobre la música y el ligero ruido del motor.

Sacó su móvil para ponerse algo de música, pero se percató de que había olvidado los cascos en casa, suspiró.

- Ya llegaaaamos. – dijo su padre intentando alentarle.

Se habían alejado bastante de la ciudad, sólo veía campo y más campo. Al fondo la sierra de Madrid y el propio skyline de la ciudad. El coche se adentró tras un pequeño muro de ladrillos en los que en forma de letrero se podría leer 'Skydrive'. Pasaron una vaya más y aparcaron. Marco estaba confuso, pero sus padres radiaban ilusión.

- Siempre hemos sabido que uno de tus sueños era saltar en paracaídas. – dijo su madre ilusionada.

Fabio río.

- Creo que repetirlo durante tus 5 últimos cumpleaños ha sido suficiente. – bromeó su padre.

Intentaba decir algo, pero no le salía. Sólo podía sonreír.

- Anda, ven. – Dulce, su madre le tendió la mano. Comenzaron a andar hacia la entrada del que parecía el pabellón principal.

Allí un hombre llamado Manuel les tendió la mano para saludarles, y tras cruzar varias puertas llegaron a una sala llena de arneses, mochilas y cuerdas.

- Muy bien, empecemos por el más amargado. – dijo Manuel dirigiéndose a Marco.

Era un hombre alto, de mediana edad, parecía tener buena musculatura, además, las canas le daban un tono muy sexy. Parecía alguien agradable y simpático.

Cogió un arnés y lo fijó al cuerpo de Marco. Comprobó todas las uniones, cuerdas, etc. E hizo lo mismo con sus padres.

- ¿Vosotros también vais a saltar? – preguntó divertido Marco.

- ¡Pues claro! ¿Desde cuándo nos perdemos nosotros una? – contestó su madre con una sonrisa bastante nerviosa.

- ¡Todo listo! – exclamó Manuel. – Si me siguen, por favor.

Tras unos minutos en un pequeño coche, y a través de una gran pista con pequeñas avionetas a lo largo de la misma, llegaron a una azul y algo más grande. El aparato era precioso por fuera, las alas brillantes, las aspas de las turbinas. Junto a la que parecía que iba a ser su avioneta, había tres hombres más. Ellos serían sus instructores.

Manuel se metió en cabina, Marco y sus padres junto a aquellos hombres, que desprendían una gran seguridad y confianza, a la parte de atrás.

Había volado muchas veces. Pero aquella vez era distinta, notó cómo se le hacía un pequeño nudo en la garganta cuándo el suelo empezó a alejarse de ellos.

Dos puertas, sobre ellas una especie de sirena roja, que alumbraba junto a la luz del sol el interior de aquel pájaro de metal sobre el cielo. Su madre se aferraba al brazo de su marido. Y los instructores contemplaban la escena divertidos.

- ¿Es su primera vez? – pregunto uno de ellos.

- Y me temo que la última. – dijo con un tono gracioso Fabio, mientras miraba a su mujer sonriendo.

Al cabo de unos minutos la voz de Manuel, a través de megafonía, rompió el silencio.

- Señores pasajeros, nos encontramos actualmente a 4000 metros de altura. – hizo una pausa. – Es el momento de que sus instructores se enganchen a ustedes y salten al vacío. – terminó de indicar el piloto. Su voz seguía pareciendo divertida, pero ese era su trabajo, asique ahora era más seria.

Uno de los instructores se enganchó a Marco, otro a Fabio, y naturalmente, otro a Carmen. La sirena seguía en rojo.

- Muy bien señores. – dijo uno de ellos. – Ahora cuando indiquemos al piloto, se abrirán las puertas. E iremos saltando en las parejas ya dispuestas progresivamente.

- Primero viviremos una caída libre de aproximadamente un kilómetro y medio o dos. – continuó el segundo de los instructores. – a doscientos kilómetros por hora.

- Superada esta distancia, nosotros abriremos el paracaídas, y tras aproximadamente media hora habremos descendido completamente. – terminó el tercero.

- Es muy importante que no realicen movimientos bruscos, dejen que la gravedad atraiga sus cuerpos. – hizo una pausa el primer instructor. – No se preocupen por nada, tenemos mucha experiencia, limítense a seguir nuestras instrucciones y disfruten.

- De acuerdo. – contestó Marco expectante. Sus padres asintieron.

- ¿Todo preparado? – preguntó el primer instructor. – ¡Luz verde Manu!

En aquel momento, ambas puertas se abrieron y entró el aire con cierta fuerza.

El último instructor, encargado de Fabio, hizo una señal al resto.

- Ay Fabio... - susurró Carmen.

Tras unos segundos al borde de la avioneta se precipitaron al vacío.

Se escuchó un grito eufórico de su padre mientras caía.

Otro gesto del segundo instructor, que cargaba con Carmen. Se colocaron al filo.

- Ay, hijo mío... - susurró su madre, antes de que ambos saltasen y esta empezase a gritar como una niña pequeña la primera vez que monta en la montaña rusa.

Marco no paraba de reír, era tan gracioso ver a sus padres haciendo aquello...

- ¿Vamos allá? – preguntó el primer instructor, que cargaba con Marco.

- Estás tardando. – contestó divertido el chico.

El hombre sonrió y soltándose de la barra en la que estaba agarrado, se acercó al filo, y sin esperar saltó.

Marco empezó a reír, reía mucho. Y reía porque no le salía gritar.

- ¡Es increíble! – exclamó.

A los pocos segundos vio como los paracaídas de su padre y su madre se abrieron.

Tras ellos el suyo.

El descenso se hizo más lento, la altura impresionaba, pero estaba disfrutando.

Y además, por una vez en tanto tiempo no se atormentaba pensando en qué pasaba con Luca.

EL PRIMER PENSAMIENTO EL MEJOR.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora