.Ilaria.
Esa tarde estaba fría. El invierno se acercaba con una gran velocidad.
Los dedos alrededor del arco que sotenia se entumecian pasado los minutos, mientras disparaba a las dianas colocadas a varios metros de distancia. Su mente solo estaba centrada en sus fríos dedos que rosaban su mejilla al acercar el hilo y la flecha antes de soltarla e incrustarla justo en el corazón de la diana. Veía las flechas golpear en ella repetidamente sin darse cuenta del tiempo que había pasado.
Cuando abrió su mente nuevamente, ya no observaba las dianas. Algo la desconcentró. Le pareció que algo se había movido entre los matorrales de los inmensos muros del jardín. Un enorme jardín alejado del resto del palacio, la única parte agradable que Ilaria había logrado encontrar, gracias a Astrid, semanas después de su fiesta de compromiso. Estaba bordeado por pequeños setos que formaban una especie de laberintos a su arrederon, el suelo estaba cubierto de paso verde y fino, y las rosas que se esparcian por el área florecían vivas como jamás se imagino ver algo en ese lugar. Pero aún así, ignorando la sorprendente belleza de ese pequeño lugar, no dejaba de pensar en que no había sido la primera vez en esos días que notaba que algo se movía cerca de los matorrales.
Su pensamiento cambió en cuanto bajo su mano y el peso del enorme anillo que llevaba en su dedo hizo notar su precencia. Si, sabía que ahí estaba. No había dejado de ponérselo. No porque le encantara, ni mucho menos por su...feliz compromiso. Lo llevaba como un recordatorio de lo que debía hacer, un recordatorio del por qué se encontraba en ese lugar y no en su hogar, en su reino. Y como siempre, ese era el recuerdo que le amargaba sus días.
Suspiró con amargura quitándose el carcaj de plata del hombro entregandoselo a una persona detrás de ella.
—Ya no tengo ánimos de seguir—dijo a Astrid.
—¿Te sientes bien? Te he notado pálida—le dijo esta tomando el carcaj con aprension.
—Lo mismo de siempre. Necesitaba salir un poco. Un poco de sol y aire fresco.
—¿Segura que se encuentra bien, alteza?—preguntó la otra persona a un lado de Astrid.
—Si, Dyron, no hay de que preocuparse—repondió en un suspiro.
—Tome, está empezando a hacer frio—indicó este posandole un chal de piel sobre los hombros, calentandola—Y el clima en Ikary es algo diferente que en Armar. Bueno, estamos en el norte.
—Gracias, Dyron. ¿Puedes hacerme un favor?—preguntó recibiendo un asentimiento de su parte—Lleva con Astrid mi arco y mis flechas a mi recamara, yo iré en unos minutos.
Dyron tomó el arco pero no se movió, esperaba a Astrid.
—¿Estás segura, princesa? ¿No prefieres entrar a calentarte?—ofreció ella con los labios levemente morados por el frío.
—Iré pronto, solo quiero estar sola un rato.
Nadie dijo nada más. Astrid solo asíntio y Dyron se reverenció antes de ambos salir del jardín en dirección al castillo con el arco y las flechas.
Esos momentos eran los únicos en los que tenía paz. Aunque tuviera suma confianza con Astrid y Dyron, los momentos en los que estaba sola, como en las noches antes de dormir, eran cuando ella podía pensar en todo. Podía enojarse, reírse, hasta llorar silenciosamente en la oscuridad. Pero en esos momentos el frío no permitia que las lágrimas salieran de sus ojos. Y era lo mejor. A finde cuentas, se había prometido a ella misma no derramar una sola lágrima más; pero le estaba costando demasiado.
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LA ESPOSA DEL REY {Los Cuatro Reinos #1}
FantasyNi ser llamado valiente justifica las heridas, ni vivir como un cobarde garantiza paz. Las cicatrices que verdaderamente importan no están en la carne, sino en el alma, donde el dolor es silencioso pero insoportable, y cada latido es un recordatori...