XXI: Salvación

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El frío le perforó los poros cuando los guardias detrás de él le rasgaron la camisa en dos, los mismos que lo retuvieron mientras Alastor emitía su veredicto ante Harry y Erik. Su distorsionada sombra le hizo ver como un demonio con alas puntiagudas en la pared, sus brazos sujetos a las cadenas que caían de los extremos de la pared temblaban de dolor. Louis tragó con dificultad la saliva acumulada dentro de su boca, con el sabor de la sangre fresca por las incontables golpizas que recibió antes de ser atado. Tuvo que hacerse la idea desde ese momento, que pasaría las siguientes horas de pie hasta morir.

Todo por haber sucumbido a la ira.

Aún las palabras de Harry daban vueltas en su cabeza, como firmes martillazos en sus sesos obligándole a procesar lo que había ocurrido minutos atrás. Y es que, no podía creer que el príncipe, aquel chico sin herencia, al que nadie de su familia quería y que preferían muerto, tuviera las agallas para intentar salvarlo cuando él intentó matarlo. Escuchó el óxido de los grilletes tintinear en la mazmorra cuando sus piernas quisieron caer al suelo, los murmullos de los hombres a su espalda comentando sobre las heridas en su rostro, las magulladuras e inflamación que poco a poco se hacía visible en su labio y parpados. Su sangre pendía de un hilo de entre sus finos labios, la espalda aun limpia brillaba ante la grisácea de las antorchas en espera a ser destruida. Louis lucía como un águila o lo más parecido a ello, derrotado. En ese momento, justo cuando el nombre e Harry era nombrado, abrió sus ojos, el blanco y el azul de acero se clavaron en los ladrillos y el musgo amontonados de techo a suelo, y se dio cuenta de lo equivocado que estuvo todo el tiempo, lo malvado que había actuado con alguien que era como él en todos los aspectos.  

Quiso llorar, pero no se rebajaría a ese nivel, no botaría ninguna lágrima frente a los guardias que pronto lo despedazarían vivo. Respiró hondo y empuñó sus manos sujetadas por los grilletes que nacían desde las esquinas de la mazmorra, tan sucias que, de no morir por los golpes, una infección a la sangre acabaría con su agonía. El estómago le dio vueltas.  

De soslayo pudo ver la cama, o lo que quedaba de ella, como una cruel broma del destino: palos y una colcha corroída. Louis intentaba no girar su cabeza y verse así mismo en ella tiempo atrás, siendo un pobre niño cargando los lamentos de otros por su malformación. Pero fue imposible, aquel recuerdo no quería borrarse de su mente a pesar de todos los años que han pasado, ese, donde su madre fue golpeada en esa misma mazmorra, de él llorando porque la reina le golpeó con su anillo, era uno que lo motivaban a continuar, era uno de los cuantos que le hacían arder.

Cerró los ojos mientras su cuerpo se movía sin su consentimiento, inquieto por querer huir y correr al bosque, perderse en algún callejón de Flamänn para ahogarse en alcohol y el placer que solo encontraba en los burdeles. Escuchó a los guardias reírse a su espalda, como ratas de alcantarilla deseosos de probar carne humana. Entonces el frio del látigo se deslizó por su columna, lentamente. Sus músculos se tensaron al instante y el silencio de repente fue cortado cuando el primer azote cayó sobre su piel. Louis cerró los ojos y gimió dolorosamente, sus brazos pretendieron protegerlo, pero solo logró lastimarse aún más al contraerlos.

Uno.  

Dos.  

Tres.  

Lo soportaría, si su madre había podido, él también. Su sangre corría por sus venas, su espíritu aún vivía en sus huesos; su cuerpo, su alma. Era su madre, la valentía con la que había nacido no podía desvanecerse en ese momento. Más latigazos consiguieron cortar el aire, dejando ir un sutil silbido que prometía dolor. Louis apretó la mandíbula y continuó resistiendo los cincuenta latigazos que Alastor había ordenado como condena, por haber coqueteado con su hijo menor.

Quince. 

Treinta. 

Sin embargo, sus piernas pronto dejaron de soportar su peso. Empezaron a temblar cuan mendigo bajo el frio, hastiadas por la situación de estrés en la que se hallaba. Los ojos de Louis botaron lágrimas silenciosas y amargas, porque entre esos latigazos, entre el dolor que le provocaba ser castigado por querer a un simple chico, pudo oír la otra razón. Las acusaciones de Alastor, cada palabra malévola que se le fue dicha desde que sus ojos se abrieron por primera vez. El asco con que lo tocaban, la forma en que lo apartaban, como si... fuera hijo del producto de un pacto. "Es un monstruo" "Es horrendo" "Pobre niño" "¿Cómo su madre lo quiere?" "Me repugnas, me repugnas, me repugnas". Dejó ir un sollozo, desplomándose a pesar de que no podía tocar el bendito suelo al tener sus muñecas apresadas.

Crsálida (LS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora