XV: El segundo heredero y algunos secretos

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Desde pequeño fue alguien caprichoso, quizás porque era producto de un desastre. El segundo heredero de Ribëia era un huracán, un niño que desde que sus pies pisaron la tierra dura y polvorienta, su mente le pidió poder, atención y amor incondicional.  

Después de levantarse de la mesa, Erik escuchó los pasos de dos guardias detrás de él, imponentes. Intentó avanzar más rápido, pero los hombres lo alcanzaron en dos zancadas. Cuatro manos rodearon sus antebrazos y lo detuvieron en un zamarreo brusco. Erik dejó ir un gruñido bajo mientras intentaba escapar.  

—Malditos animales, suéltenme...

—A la mazmorra.  

La voz de Alastor lo dejó sin palabras. Erik vio su sombra pasar por su lado y posicionarse frente a él mientras los guardias volvían a obligarlo a caminar. Su rostro cambió a uno más enfadado. No era justo recibir un castigo por dar una opinión valida.  

—Diles que me suelten. Sabes que tengo razón padre.  

Alastor no hizo ningún gesto.  

—Llévenlo a las mazmorras.  

Salieron al jardín trasero, donde uno de los guardias que lo llevaba abrió las puertas donde las celdas se encontraban en el subterráneo al otro lado del castillo. Las escaleras de piedra alumbraron tristemente desde abajo, amplias y negras, el lodo las bañaba y las hacia confundir con la leve oscuridad que se apoderaba del lugar. Erik bajó moliendo sus dientes del enojo, respirando con frenesí.  

A medida que avanzaban arrugó la nariz. Percibió el olor de la orina, excremento de rata y de personas que fueron torturadas. Sus fantasmas continuaban caminando, confundiéndose con el viento gélido que se adentraba por el pasillo. La bilis poco a poco comenzó a subir por su garganta y hacerle arder el paladar. Respiró hondo, tragó audiblemente. A pesar de temerle a las animas que lo rodeaban, no bajó la cabeza, la mantuvo en alto mientras veía a su padre ponerse una máscara para apaciguar el olor. No había ventanas, tan solo una puerta de metal y dos miserables antorchas en la pared.  

Los guardias lo dejaron frente a una de las celdas, la puerta de esta se encontraba oxidada y fría. Alastor la abrió, revelando en su interior un cuarto oscuro, lleno de paja en el suelo y un balde en una esquina de madera. Los calabozos no eran el mejor sitio, por órdenes de él, quiso que cualquier ladrón o persona que tuviera las agallas de pasar a llevar su castillo, sufriera un tormento ahí abajo.

Erik aguantó una arcada al avanzar. No podía flaquear otra vez.   

—Ya fue suficiente —dijo Alastor, haciéndose a un lado para que los guardias hicieran pasar a Erik. —. Lanzaste comida sobre mi cabeza, ¿qué clase de heredero eres? ¿Qué clase de hijo eres? Me faltaste el respeto en todos los sentidos posibles.

—No dejaré que Donna o cualquier mujer nos quite lo que nos pertenece padre. Hablé con la verdad.

Alastor suspiró. 

—¿Y cómo piensas tener un hijo? ¿Acaso eres como tu hermano menor? ¿Pretendes llenar este castillo con hombres? —Erik rio, una risa fingida que ocultaba aquellos miedos que solo su madre podía distinguir. Se cruzó de brazos.  

—Ambos sabemos que no soy como Harry. ¿Te burlas de mí?  

—No, pero responde a mi pregunta —Erik entrelazó sus manos detrás de su espalda y comenzó a caminar de una esquina a otra. Rogó en silencio a que lo sacasen de ahí, que se tratase de una pesadilla. 

—No quiero casarme. Quiero vivir mi vida en libertad, consintiendo a quien considere apta de vez en cuando. No creo que sea buena idea permitir que una mujer se lleve mis herencias una vez que yo muera, es injusto, mucho más si esta trae rumores en su espalda y desconfía de mi... —alzó su ceja a la vez que se reencontraba con la mirada de su padre —, como tu con mi madre.  

Crsálida (LS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora