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LIAM

—Estás enfadado. —Dice Ángela. Estoy tumbado en mi cama y la veo perfectamente parada en la puerta de mi habitación, no entra porque sabe las reglas, pero joder, que deje de mirarme así, como si tuviera que darme explicaciones de absolutamente todo.

—¿Por qué? —No sé de qué me está hablando, lo juro. Todavía no he conseguido ser vidente, pero sé que es por algo que ha hecho.

—Por no contarte lo de mis ataques.

Trago saliva, quería preguntarle por eso, pero no ahora, no pensé que quisiese hablar de ello. Sé que es una persona un poco reservada y que le cuesta mucho hablar de algunos temas, por eso quería esperarme a que no estuviese tan reciente.

—No estoy enfadado, no estás obligada a contarme nada, florecilla. —«Pero me hubiera gustado que me lo contarás, así hubiera podido ayudarte» eso quiero decir, pero me trago mis palabras.

No dice nada más, se despide de mí con una sonrisa fugaz y entra en su habitación. Me recoloco en la cama con los brazos detrás de la cabeza, miro al techo, a ese techo estrellado que brilla en la oscuridad y pienso, o más bien recuerdo. Esas estrellitas las puso mi abuela cuando yo apenas tenía tres años, me daba miedo la oscuridad y lo único que me tranquilizaba era la luz de las estrellas por lo que ella llegó una tarde y en menos que canta un gallo tenía estrellitas en el techo de mi cuarto; empecé a dormir de puta madre. Y a la pregunta de si aún tengo miedo a la oscuridad tengo que responder que sí, menos, porque puedo controlar ese miedo, pero sigo sintiéndome aterrado al tener que estar a oscuras. El miedo no desaparece de la noche a la mañana, y menos todavía si nadie es capaz de ayudarte.

Solo he aprendido a convivir con el miedo.

Me quedo dormido contando las estrellas del techo, suele pasarme a menudo, antes me parecía una gilipollez, ahora me parece la mejor terapia para quedarme dormido antes, me encanta dormir, duermo en todos lados, menos en donde hay oscuridad, donde intento sobrevivir al miedo.

Cuando despierto, son las seis de la tarde y tengo veinte mensajes de mi prima y cinco llamadas perdidas, tres mensajes de Lucas y tres llamadas perdidas de Ángela, doy por hecho que los golpes que he escuchado durmiendo no provenían del sueño, sino de Ángela llamando a mi puerta. Pasó de responderles a ninguno, salgo del cuarto y cruzo el minúsculo pasillo para llamar en la puerta.

Ángela me abre la puerta y me mira de arriba abajo, quedándose en mi cara e intentando retener una carcajada. ¿Por qué demonios quiere reírse? Me toco la cara, pero no encuentro nada raro en ella.

—¿Ya te has despertado, bella durmiente? —Dice, y suelta la carcajada que estaba conteniendo. He de decir que este apodo es más original que el típico insulto.

—¿Tienes algún problema? —Bromeo.

—Yo no, pero tú lo vas a tener cuando tu prima te encuentre. —Sigue riéndose sin quitar la mirada de mi cara.

—¿Qué cojones tengo en la cara?

No dice nada, simplemente se gira sobre sus pies y va hasta su escritorio. La observo atónito desde la puerta. Coge algo que no logro saber qué es hasta que llega a mi altura y lo eleva hasta estar a la altura de mi cara, es un espejo. Me miro en él y entiendo por qué se está riendo, parece que acabo de salir de una piscina después de haber estado un día entero, la ostia, tengo demasiadas arrugas por mi cara, producidas por las sábanas arrugadas.

Mi prima me echa la bronca del siglo cuando pongo un pie en su casa, mientras que Lucas lo graba y Ángela me mira como diciendo «te lo he advertido» y yo simplemente ni estoy escuchando a Julia hablar, me da igual lo que mi prima me diga, es mi coche y yo decido cuándo ir a lavarlo y cuándo no ir.

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