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LIAM

Este día siempre me ha gustado, sin duda es mi día favorito de toda la navidad y no porque sea el último día del año, si no por la gente que me rodea.

Todos los años, el treinta y uno de diciembre, mis amigos, sus padres y yo nos reunimos en el restaurante de mi abuelo y cenamos todos juntos, lo que más me gusta del lugar es que aun siendo navidad, mi abuelo deja que haya jazz en directo, es decir, que no pone villancicos ni nada.

Este año se nos juntan dos personas y no puedo estar más feliz de que sean las Vega.

Ángela da saltitos a mi lado mientras observa el lugar y es que no me puede parecer más mona. Lleva un chaquetón, un gorro y una bufanda que apenas dejan ver su cara.

—Esto es un sueño, que alguien me pellizque. —Sigue con la mirada fija en las personas—. Ni se te ocurra hacerlo. —Dice cuando ve que tengo intenciones de hacer lo que ha dicho.

Dejo de mirar a Ángela cuando caigo en la presencia de Aldara que se había quedado en el coche guardando no sé qué cosa. Ella es la primera vez que está aquí y su hija me contó que ella quería venir a este lugar con mi padre, pero no ha podido ser. Me da mucha pena, la verdad, pero en la vida hay personas que se quedan estancadas en un viejo amor, como mi padre, que, aunque diga que sí, él no ha olvidado todavía a mi madre y por esa misma razón es por la que ha decidido irse unos días con su padre, aunque lleve casi un mes en aquel lugar.

Mi madre está presente en cada rincón de la casa y más ahora, con Aldara viviendo allí, me recuerda tanto a mi madre.

—Ven, te presentaré a mi abuelo. —Le digo a Aldara que se ha quedado inmóvil. Me mira y asiente. La engancho del brazo y vamos hacia la barra donde está mi abuelo bailando al son del jazz.

—Abuelo, ella es Aldara, la madre de Ángela.

Mi abuelo la mira y una sonrisa aparece en su cara. Creo que le ha pasado igual que a mí, cosa que confirmo cuando sale de la barra y abraza a la mujer que tengo a mi lado.

—Te pareces tanto a mi hija, —dice mi abuelo cuando se separa del abrazo—, habríais sido muy buenas amigas.

—Seguro que sí. —Aldara mira a todo el lugar y vuelve a parar en mi abuelo—. Este sitio es muy bonito.

Los dejo hablando y me voy a la mesa donde ya están todos sentados. Ángela me ha guardado un sitio entre Guillem y ella y muy a mi pesar, tengo en frente a Miranda. A esa se le cruzan los cables y te tira hasta un vaso a la cabeza.

—Ángela, ¿cómo se siente estar a punto de ser mayor de edad? ¿te sientes con ganas de hacer cosas ilegales? —Pregunta mi prima, la pobre tiene a veces unas cosas que no le pego porque mi tío me abofetea a mí, si no, ya le hubiera metido un puñetazo.

—Más le vale que no. —Dice Aldara llegando a la mesa—. Hola a todos.

—Todo lo ilegal que haga lo haré contigo, no te preocupes por eso, mamá.

Todos estallamos en risas.

Mi abuelo empieza a traer los platos y se sienta en el único hueco libre que hay. Y damos por empezada la noche. Brazos se mueven por la mesa en busca de la comida, se habla de todo lo que hemos hecho durante todo el año y recordamos la llegada de las Vega al pueblo, de lo diferente que era todo antes de que llegaran y de lo mucho que las queremos. Cómo no, también hablamos de los estudios y de los novios, lo típico.

—¿Habéis hecho ya alguna locura por ser vuestro último año? Recuerdo que mi promoción pegamos post-it por todos los muebles y paredes del despacho de la directora. —Recuerda el padre de Valentina.

Son casi las doce lo que significa que quedan unos minutos para el cumpleaños de Ángela y lo tengo todo preparado para que sea el mejor cumpleaños de la historia y para que empiece el año con buen pie.

—Ángela, vamos fuera, tengo algo que decirte. —Le digo. Salimos a la terraza que tiene el restaurante y nos apoyamos en la barandilla de madera.

—¿Qué me tienes que decir?

Miro el reloj y veo que queda un minuto para las doce.

—Espera un momento.

—¡Liam, hace mucho frío! —Se queja.

—Ángela, mira la hora. —Me hace caso y saca del bolsillo de su chaquetón el móvil, sonríe cuando ve la hora. Saco de mi bolsillo una caja preciosa que compré hace un par de días en una tienda de la ciudad—. Feliz cumpleaños, florecilla. —Le tiendo la cajita y la abre con sumo cuidado. Coge el colgante y me tiende la caja de nuevo.

—Es precioso, Liam, pero ¿qué significan los latidos? —Pregunta.

—Esos son los latidos de mi corazón cuando estoy cerca de ti.

Ella sonríe y me tiende el collar.

—¿Harías los honores? —Cojo el collar mientras guardo la cajita en el bolsillo de su chaquetón. Ángela se da la vuelta, dándome la espalda, se deja el pelo caer a un lado y yo me pongo a ponerle el collar. Este simple gesto me parece muy íntimo.

Al darse la vuelta nuestros cuerpos quedan muy cerca, bastante diría. Nuestras respiraciones están aceleradas y es que ya me da igual que nuestros padres lo sepan. Quiero gritarle al mucho que quiero a Ángela, quiero gritarles a todos que estoy enamorado.

—Te quiero, Ángela Vega. —Le digo con mis ojos clavados en los suyos, veo cómo adquieren un brillo especial. Joder, mi mirada ha bajado hasta sus labios, esos labios que me muero por besar—. Te quiero a ti y a tu manera insoportable de ser.

No puedo quitar la mirada de sus labios, y mucho menos ahora que se los está mordiendo porque está aguantando las lágrimas, quiero llorar y sé que es de esas lagrimas que te salen cuando estás emocionado.

—Yo también te quiero a ti y a la persona que eres cuando estás borracho.

—Oh, eso es lo más bonito que me han dicho nunca.

—¿Qué te esperabas? Te lo ha dicho una persona bonita.

No puedo evitar soltar una carcajada que resuena en todo el lugar. Joder, es que me encanta, ya está, ya lo he dicho, no puedo evitarlo. Tiene una manera de ser muy peculiar.

—Florecilla, voy a besarte.

—Estás tardando.

Y antes de que pueda decir algo más, estampo mis labios con los suyos. Y ahí, bajo la luz de las estrellas, comienza a nevar y no sé nada, pero sé que quiero pasar el resto de mi vida con ella.

Por primera vez en mis diecinueve años siento esas mariposas en el estómago de las que todo el mundo habla, esas que creía que estaban muertas o algo, pero me equivocaba, por supuesto que sí. Las siento más vivas que nunca, revoloteando por mi estómago.

Nos separamos y vuelvo a mirarla, esta vez de una manera pícara.

—¿No tenías frío?

Se queja.

—No puede ser que te odie y te quiera al mismo tiempo, tío, eres un aguafiestas.

—No es que sea un aguafiestas, es que es tu cumpleaños y lo he preparado todo para que sea un cumpleaños perfecto, así que vamos dentro.

Entramos de la mano al restaurante, pero Ángela no tarda en soltarme cuando ve que encima de la mesa hay una enorme tarta de manzana con dos velas que indican el número «dieciocho» y otra vela que pone «feliz cumpleaños». Vuelve a dar saltitos de alegría mientras espera a que su madre encienda las velas.

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