Prólogo

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Más allá de todo lo que alguna vez se pudo conocer existe un lugar donde los astros aparentemente han quedado observándose en una constante lucha por presencia y dominancia, teniendo como únicos testigos a cinco estrellas circundantes. En medio de la gran explanada desértica, en una única colina que sobresale del cráter de un volcán, cuya iracunda lava había sido domada hace ya mucho tiempo, se levanta una gigantesca edificación. Su silueta apenas se vislumbra por los reflejos anaranjados que despide el abrazo de los astros. El ambiente es de una oscuridad casi total; y el cielo, de un negro puro. Un puente de piedra conecta ese gran y temible palacio con aquellas despavoridas e inamovibles praderas que se extendían hasta el infinito.

Por esos siniestros y oscuros parajes apenas se podían observar animales a simple vista, pero se requiere de agudizar mucho la mirada. Una pequeña familia de zorros, animales traicioneros y maliciosos, acurrucados en su pequeña madriguera, temblando azorados por algún motivo, solo consiguieron sobresaltarse más cuando la rueda de un carro de madera rompió una pequeña rama hallada a las afueras de su pequeño hogar. Dentro del carro podían observarse tres figuras encapuchadas, también acurrucadas, pero por el frío que hacía por esos lares. Como si quisiera advertirles de algo, el zorro dejó su prole y su compañera para armarse de valor y salir de su madriguera, ladrando en dirección del carro. El caballo que tiraba del carro pareció escuchar aquel llamado de alerta y detuvo sus pasos. El zorro seguía ladrando. Sin embargo, un golpe en su grupa hizo que el caballo siguiera con su camino, dejando atrás al zorro que seguía en su ladrar, más desesperado que antes. Nadie en el carro se fijó en la solitaria lágrima que salía de uno de los ojos del zorro, quien volvió a su hogar a proteger a su familia. Más adelante, un evento similar ocurrió, en cambio, con una familia de carroñeros cuervos quienes sobrevolaron al carro y por poco picotean al conductor del mismo para hacer que cambiara su rumbo. No obstante, sus esfuerzos fueron inútiles.

Los pasos del caballo comenzaban a entorpecerse al tiempo que se acercaba más hacia la puerta del misterioso castillo del volcán, como si él hubiera comprendido algo del comportamiento de aquellos animales que sus pasajeros no. La ansiedad podía sentirse, sin embargo, entre los pasajeros de aquel carro de madera cuando el camino cambió. Los latidos de uno de los tres corazones se confundían con el traqueteo que los cascos del caballo hacían contra el ahora suelo de piedra perfectamente elaborado debido a lo fuerte que latía. No obstante, uno de estos corazones pareció olvidarse de latir por un instante en el momento en el que, con un sorpresivo jalón de las riendas, el caballo se detuvo frente a la gran puerta de madera de, por lo bajo, cinco metros y medio de alto. Habían llegado al dichoso palacio que desde lejos parecía grande, pero si se lo veía de cerca...era aún más grande. ¿Qué clase de personas vivirían ahí? Eso claro, si se les podía llamar personas a seres tan excesivamente enormes.

El conductor saltó de su puesto con agilidad y fue hacia la puerta. Era extraño ver que la aldaba estuviera tan alta, por lo que el hombre se limitó a golpear lo más fuerte que pudo. Casi se va de espaldas al ver que la puerta se abría. Después de unos segundos de incertidumbre, una extraña figura fue revelada. Parecía más una masa amorfa de color blanco y gris que una persona. Podían ver, unos cuatro metros por encima de sus cabezas, lo que parecía ser una cabeza puntiaguda y lampiña, donde existía una pequeña y única grieta horizontal que hacía las veces de boca. Cuando esta se abrió por completo, una voz gélida fue expulsada. Los tres encapuchados habían bajado del carro y volvían a estar juntos en fila. Los dos de los extremos, el conductor y una mujer, se habían quitado la capucha de sus capas y habían revelado sus rostros.

–¿Qué es lo que quieren? – Preguntó la masa parlante, con desinterés reflejado en su muy grave y gutural voz.

Fue entonces que el último encapuchado, el más pequeño, soltó las manos de quienes parecían ser sus padres para revelarse. Una melena de finos cabellos castaños cayeron por su nuca, y unos grandes ojos cuyo color se asemejaban a esmeraldas volcánicas miraron hacia arriba, buscando la inexistente mirada de su amorfo interlocutor.

–Es mi primer día. – Anunció el que se había descubierto finalmente. Su voz, contraria a la del ser, era impaciente, motivada... Alegre.

El ser solo sonrió de manera amarga, maliciosa, revelando unas negras encías y unos enormes y puntiagudos dientes.

–Bienvenido a tu segundo hogar, querido...–Sentenció descaradamente el ser amorfo que miraba desde lo alto cómo el niño se emocionaba, tomaba su alforja y entraba corriendo al castillo, apenas despidiéndose de sus padres con una breve mirada de seguridad, una sonrisa traviesa y asintiendo la cabeza.

La Altísima también sonreía. No obstante, lo hacía para no delatar todo lo que le esperaría a ese niño. Finalmente, no pudo aguantar más y cedió. Una escalofriante, descarada y malvada sonrisa se seguía escuchando cuando la Altísima cerró, no sin estruendo, la pesada puerta del castillo.

Una vez dentro, el niño no tenía idea de lo que le esperaría tras las paredes de ese espeluznante y frío castillo..., ni de lo mucho que le hubiera gustado no haber soltado las manos de sus padres en ese momento...

La Estrella Verde de DustakhanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora