29 de junio - CAYETANO

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29 de junio

CAYETANO


No puedo dejar de pensar en Sara, en lo preciosa que estaba cuando la vi ayer. Apenas he dormido por la noche porque mi mente no cesaba de imaginar mil escenas que jamás se darán en la vida real porque soy un capullo, porque no me voy a lanzar nunca, porque sé que lo nuestro es imposible. Sara nunca se fijará en mí de la manera que me gustaría, para ella voy a ser toda la vida un pringado con el que se metía de pequeña. Ojalá, de verdad, cambiase su punto de vista y me viera tal y como soy.

No soy mal tío. Soy un buen partido. Mi madre siempre lo dice, algo de razón debe de tener. Aunque es mi madre y es poco imparcial. ¡Pero la madre de Olaya coincide con ella! Puede que tampoco sea del todo imparcial, al fin y al cabo me ha visto crecer y soy el mejor amigo de su hija.

Como siento que pensar en todo esto no me va a llevar a ningún sitio, excepto a un dolor de cabeza impresionante, me levanto de la cama y me pongo el bañador. Decido bajar a la playa y dar una vuelta por allí, igual incluso hacer deporte... Aunque no sé a quién pretendo engañar, nunca he sido muy deportista.

La playa está semidesierta. Hay un par de personas paseando, unas chicas escuchando al dueño del chiringuito y un grupo de turistas que parece volver de fiesta. Y estoy yo, con mis auriculares rotos, mi móvil viejo y mi cara de sobao. Estoy seguro de que el concejal de turismo nos daría un diez al lugar más bonito de España si todos nosotros nos quitáramos y dejásemos la escena vacía.

Me siento en la arena y subo el volumen de la música. Podía haberme bajado un libro y ocupar el tiempo leyendo, o una libreta para dibujar a pesar de que sólo sé hacer churros, o una simple toalla para no tener que estar como un lelo aquí sólo. Posiblemente con unas pintas más intelectuales las chicas se fijarían en mí.

Sara se fijaría en mí.

O no.

No sé a quién pretendo engañar, ¡Sara nunca se va a fijar en mí! Y aquí estamos otra vez, dándole vueltas al mismo tema que no lleva a ninguna parte. Dios, cómo me como la cabeza, ¿eh? A todas horas estoy Sara, Sara, Sara. ¡Seguro que ella no piensa ni una vez en mí!

Y ahí está: la imagen perfecta de Sara despertando en su cama con dosel, los pájaros cantando en el árbol que hay frente a su ventana mientras ella se despereza y coge la almohada, la abraza contra su perfecto cuerpo y susurra mi nombre.

Me pego una bofetada a mí mismo gritando al mismo tiempo: ¡despierta! Las chicas del chiringuito se quedan mirándome extrañadas, preguntándose qué narices me ha pasado.

Tengo la cara ardiendo. ¡No llevo ni dos minutos en la playa y ya quiero salir corriendo! Me siento ridículo. Si Olaya estuviera aquí se estaría riendo muy fuerte, aunque primero habría puesto los ojos en blanco y habría hecho un comentario con malicia.

Oigo que las chicas del chiringuito cuchichean algo mientras me miran y eso hace que me levante de un salto, me tuerzo el tobillo en la arena y casi caigo al suelo, recojo el poco orgullo que me queda y me voy cojeando ligeramente hacia el paseo.

Me he enfadado conmigo mismo, con mi torpeza, con mi vergüenza y con todo lo que me rodea. Y cuando me pongo así lo mejor es encerrarme en mi habitación hasta que se me pase, así que vuelvo a casa con cara de pocos amigos, subo las escaleras y cierro la puerta sin saludar a mis padres.

Pero mi madre no va a dejar las cosas así.

Abre la puerta sin llamar y me mira desde el umbral, pone los brazos en jarras y luego señala la maleta del suelo.

—Haz el favor de guardar la ropa en el armario —dice con un tono autoritario que no le pega nada. Mi madre es una mujer muy dulce, cariñosa y buena, y hacer de poli malo no es lo suyo.

—Ahora lo hago —respondo tirándome en la cama.

—¡Ahora no, ya! —grita. También tiene la voz muy aguda y cuando chilla me recuerda a un ratoncito.

Imaginar a mi madre como un ratón siempre me saca una sonrisa.

—¿De qué te ríes?

—De nada, mamá.

Me levanto y voy corriendo a abrazarla. Ella se sorprende, me abraza de vuelta y me acaricia el pelo.

—¿Ha pasado algo, cariño?

—Que soy muy tonto.

—Ay, mi niño —susurra—. Me alegra que te hayas dado cuenta.

Luego me da un beso super sonoro en la mejilla y se marcha por el pasillo riéndose, recordándome que tengo que deshacer la maleta.

Como el sabor a helado de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora