30 de junio - OLAYA

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30 de junio

OLAYA

Los fines de semana el centro de Alondra del Mar se llena de gente que sale a tomar algo a los bares y acaba cenando en los restaurantes, muchos de ellos suelen ser turistas que se alojan en el hotel y quieren ver algo diferente, probar la comida tradicional de la zona y quedarse a algún espectáculo.

Sara sale los viernes y hace un recorrido por unos sitios muy concretos: primero el bar de la esquina oeste de la plaza del ayuntamiento, donde se tomaba una coca-cola antes de pasarse a la cerveza, que es algo que ha hecho este verano; después el restaurante de Mariano, en el que cena un plato diferente cada semana acompañado de un vino de la región; por último se toma un cocktail en el Club Náutico, se despide de la gente a la que acompaña (amigos de sus padres en su mayoría o familia lo suficientemente lejana como para no tener casa en el pueblo) y busca a sus amigos que suelen estar en la heladería.

Cuando Cayetano me dice de seguirla le respondo que parece un acosador. En las últimas dos semanas su obsesión se ha acrecentado al punto de conocer su horario, pero no tenemos nada mejor que hacer. Subimos en la moto y bajamos por la cuesta principal que conecta mi casa con el centro del pueblo, aparcamos frente al ayuntamiento y nos sentamos en la terraza de enfrente, que es del tío de Cayetano y nos deja las latas cincuenta céntimos más baratas.

Cayetano, esta noche, decide pasarse también a la cerveza para que Sara vea lo maduro que se ha vuelto.

—Ni siquiera mira hacia aquí —me río yo, él hace un mohín y la busca de reojo—. ¿Vas a tomarte esa asquerosidad sólo por ella? Eres tan penoso como las chicas de novelas que criticas.

—No es verdad —responde altivo—. La bebo porque me gusta.

—Ya, claro, trata de convencerte a ti mismo.

Cuando Sara se levanta para ir al restaurante nos mira y sonríe, no sé si para si misma porque le ha hecho gracia vernos ó a nosotros, pero no se acerca y acaba marchándose con sus padres y un socio de la empresa que tienen.

Nosotros nos quedamos en nuestro bar un rato más decidiendo el siguiente movimiento: no tenemos reserva en el restaurante ni nos apetece ir hasta el club, así que la mejor idea es acercarnos a la heladería y esperar allí a que llegue. Para eso, según nuestros cálculos, quedan entre dos y tres horas.

Al final cogemos la moto y nos deslizamos por la carretera vieja que atraviesa el pueblo, está llena de baches que el ayuntamiento no arregla porque centra el dinero en la nueva, que rodea Alondra del Mar y evita la contaminación y los accidentes. Paramos cuando llegamos a las antiguas naves portuarias en desuso, algunas casi en ruinas, que tienen ese olor a sitio antiguo y pintas de película de terror.

Es un sitio que nos encanta.

Nos adentramos entre los edificios de tejados a dos aguas y ventanas de cristales rotos, un gato nos mira curioso desde la viga de un segundo piso, cruzamos la verja que reza prohibido pasar porque no hay nadie para impedírnoslo y nos adentramos en una de las naves que tiene las bisagras de la puerta lateral rotas. Dentro no hay nada de interés para los ladrones: cuerdas rotas y desgastadas, cadenas oxidadas y un par de estanterías vacías.

Pero nosotros no somos ladrones.

Subimos por una escalera poco camuflada hasta un altillo en el que debía haber un despacho, de aquello sólo queda un sofá sucio y raído, un escritorio sin cajones y una silla incómoda. Lo que nos gusta a nosotros es el enorme ventanal que da al mar.

Una de las ventanas perdió un cristal el verano pasado y nosotros hicimos un apaño rápido con un par de cartones y celo, aunque al regresar nos damos cuenta de que la lluvia y la sal han hecho estragos y deberíamos cambiarlo. Por suerte hace buena noche, no se ve ninguna nube en el horizonte, así que podemos aguantar un poco más la solución.

Como el sabor a helado de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora