4 de julio - OLAYA

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4 de julio

OLAYA

Llevamos dos días en los que la mala suerte nos persigue: ayer no conseguimos dar con el grupo de Sara y hoy no ha parado de llover.

He venido a casa de Cayetano por la mañana aprovechando que sus padres se iban a casa de unos amigos, hemos decidido hacer maratón de una serie que mi amigo decía que estaba genial y me iba a encantar... lo cierto es que no he aguantado ni el primer capítulo. ¡Era un tostón y me he quedado dormida! Cuando me ha despertado, indignadísimo, hemos decidido jugar a la play, sin embargo los juegos que tiene son muy complicados para alguien que acaba de empezar.

Como ya es la hora de comer nos ponemos a hacer macarrones. No son complicados, tenemos todos los ingredientes preparados sobre la bancada de la cocina, solo hay que seguir el orden y respetar los tiempos de cocción.

Ponemos la olla con agua sobre el fuego, le echamos sal y la pasta, y calculamos diez minutos. Para no perder tiempo freímos la carne picada en la sartén. Y hay algo que no hacemos bien, porque se convierte en una masa compacta que parece una hamburguesa gigante.

—¿Y si le echamos tomate? —propone Cayetano.

—¿Dentro?

—Sí, ¿no?

Me encojo de hombros. No tengo ni idea.

Con las tijeras le meto un tajo al brick de tomate frito y lo añado a la sartén. Cayetano parte la carne con un cuchillo, está crudo por dentro. No entiendo nada. También le pongo tomate. Ahora tenemos dos hamburguesas rojas.

Pasan los diez minutos y el agua comienza a hervir. La pasta se ha quedado en el fondo de la olla, cruda y pegada. Intentamos despegarla con una espátula de madera y, de la fuerza, se parte.

Es un desastre.

Nos rugen las tripas.

—¿Y si pedimos una pizza?

—Casi que mejor.

En Alondra no tenemos pizzería per se, pero en el bar de la plaza hacen todo lo que les pidamos. Nos calzamos las zapatillas y salimos de casa, descendiendo por la ladera de la montaña hacia el centro del pueblo.

La verdad es que las vistas son preciosas. El mar está revuelto por el viento, gris por las nubes, y aún así brilla. Hay un arcoiris sobre el viejo barrio de los pescadores, donde las casitas son de vivos colores, que parece cruzar la calle y perderse en el antiguo puerto. Imagino que se cuela en nuestra nave, que ilumina el sofá raído.

—Tenemos que conseguir otro cristal. —Cayetano asiente, se acerca más a mí para cubrirme con el paraguas que lleva—. ¿De qué vamos a pedir la pizza?

Nos gusta probar una nueva cada vez, y en ocasiones dejamos que Toni nos sorprenda y haga mezclas extrañas, como cuando le echó miel por encima al jamón serrano. Estaba buenísimo.

Él se encoge de hombros.

—Podríamos pedir la que lleva queso de cabra —menciono, relamiéndome—. Me gusta el queso de cabra.

—Te encanta el queso de cabra —enfatiza.

Sí, es cierto. Mi amor por él es superior al que siento por el resto de quesos. ¡Está tan bueno! Solo de pensarlo se me hace la boca agua. Derretido sobre el resto de ingredientes, que sin duda serán bacon y jamón york.

—Me chifla.

Cayetano asiente, gira el paraguas y las gotitas de lluvia vuelan. No cae muy densa, es un calabobo, tiene algo especial que me gusta. Igual es porque en Alondra no llueve a menudo de esta manera, suelen ser tempestades pasajeras que duran cinco minutos.

—Vale, pues esa misma.

Sin embargo, hay algo en su voz que no me hace creerle. No parece muy contento.

—Podemos pedir otra si esa no te apetece —propongo.

—Me da igual una u otra.

Se encoge de hombros, otra vez. No me gusta ese gesto. No sé identificarlo. Es como si hubiera desarrollado un nuevo ataque y no me lo hubiera dicho.

—Ya, pero si te apetece otra...

—Olaya, me da igual.

—Pero si cambias de opinión...

Cayetano me empuja sin hacer demasiada fuerza, la suficiente para expulsarme de la protección del paraguas y echar a correr calle abajo, ¡sin esperarme!

—Voy a pedir la de queso de cabra, y me la voy a comer yo solo —grita.

El bar de Tony tiene mesas de madera con el típico mantel de cuadros rojos y blancos, servilletas de tela y sillas incómodas, en la puerta mantiene el cartel de pizarra verde que compró nada más hacerse con el local, anunciando el menú del día y el invariable precio de quince euros.

Mi madre me ha contado mil quinientas veces la gran fiesta inauguradora, que duró tres días y tuvo a medio pueblo dentro, pidiendo comida sin parar. Claro que eso fue hace mucho tiempo, ahora se ha quedado desfasado y ya apenas acude gente, la mayoría va al bar de Manolo.

Cuando el tío de Cayetano nos ve entrar, se le ensancha una sonrisa que va de lado a lado de la cara. Se recuesta sobre la barra para alcanzarnos, pues es muy alta y él muy bajo, y agarra la mano de su sobrino como quien agarra un pez recién pescado: muy fuerte para que no se resbale.

—¡Aquí de nuevo! —Nos saluda meneando su bigote semi cano, fija sus diminutos ojos en mí; le brillan como chiribitas, emocionado de que estemos con él—. Sois mis primeros clientes del día, ¿qué va a ser?

Me da un poco de lástima que en algún momento del pasado su bar fuese la gran novedad y ahora esté tan abandonado, aunque siento que es la historia de Alondra repitiéndose, ocurrió lo mismo con el viejo puerto y con el cine.

—Una pizza familiar, queremos queso de cabra, el resto puede ser una sorpresa —indica Cayetano, le guiña un ojo y Tony salta de alegría.

—¡En veinte minutitos la tenéis! ¿Os pongo unas limonadas mientras tanto?

—Sí, por favor.

Nos sentamos junto al escaparate, que tiene pintado un gran letrero con su nombre y las palabras: restaurante, «bocadillería». Nunca he visto la segunda en ningún otro sitio, bocatería, hacemos bocatas, bocadillos para llevar... Pero no «bocadillería». Se me hincha la boca solo de pensarla.

Acabo buscándolo en Google solo para que la RAE me diga que existe, que no es exclusiva de Alondra. No sé cómo sentirme.

Tony saca las latas y unas copas con hielo, coloca los cubiertos y las servilletas, y alisa una arruga del mantel antes de desaparecer en la cocina cantando una canción italiana. No es italiano, pero le encanta parecerlo. Por lo menos parecerse a los que salen en las películas, por eso su bar podría haber sido el escenario de La dama y el vagabundo.

Cayetano abre su limonada con un chasquido y el burbujeo al chocar en la copa resuena entre nosotros. Un rayo de sol se asoma entre las nubes. Un cacharro se cae en la cocina. Todo es tan normal, tan cotidiano, tan maravilloso que sonrío.

—¿Y esa sonrisa?

—Estoy feliz.

—No me quiero ni imaginar después de comer.

Nada como la comida para ponerme eufórica.

Como el sabor a helado de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora