19 de agosto - OLAYA

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OLAYA


La ermita del Cristo de la Buena Muerte dejó de usarse a finales de los noventa, pero por su deplorable estado parece que fuese hace medio siglo. La humedad se ha comido la pintura de las paredes dejando ronchas aquí y allá, huele a cerrado y a pis de gato, y la escasa luz de las linternas de los móviles no ayudan a crear una escena mejor. Por suerte, está vacía. Todos los cuadros, los bancos y objetos de valor se llevaron a la iglesia y al Club Marítimo con el objetivo de hacer allí una nueva ermita, aunque nunca llegaron a construirla.

Nos hemos colado por una maltrecha ventana que se ha roto cuando la hemos forzado un poquito, aunque no creo que nadie se vaya a dar cuenta y nosotros, obviamente, no vamos a confesar nada.

Dafne avanza por la nave como si nada y yo no voy a ser menos. La sigo hasta una puerta lateral junto al altar, que da a la sacristía: apenas es una habitación con una silla olvidada y una Biblia llena de moho. No sé porqué se la dejarían aquí pero da mal rollo.

—¿Te acuerdas de la viuda del mar? Me la imagino aquí, es el escenario ideal para una historia de miedo.

—Lo suyo era un drama de época —respondo, aunque tiene toda la razón y quitarme la imagen de la cabeza va a ser difícil.

La viuda del mar era una señora muy mayor cuando nosotras éramos niñas, y nos daba miedo porque parecía un esqueleto andante. Era muy alta y muy delgada, siempre llevaba el pelo recogido en un moño bajo y vestía de negro, de luto.

Una vez preguntamos al abuelo quién era y nos contó su historia como si fuera un cuento. Dijo que había sido la muchacha más hermosa de levante y que muchos la pretendían, pero ella solo tenía ojos para Miguel, (quien al parecer era familiar nuestro, aunque nos perdimos con todas las aclaraciones que nos dio en su día). Durante la guerra, Miguel fue convocado a filas y le mandaba cartas, y en el pueblo estaba bastante claro que cuando regresara le pediría matrimonio. Pero cuando acabó la guerra se fue a Italia y ya no se supo más de él.

Ella salía todos los días al mar, paseaba hasta el puerto e iba a misa. Una y otra vez. Y fue enloqueciendo. Si se le preguntaba que hacía, respondía que esperar a Miguel, que él se lo había pedido. Nunca se casó, nunca tuvo hijos, y vivió de sus padres, de una hermana y de un sobrino hasta que falleció.

Lo que, por cierto, ocurrió también en esta ermita.

Yo no lo recuerdo, aunque al parecer estaba presente cuando ocurrió. Fue una vez extraña que la abrieron por una ocasión especial, supongo que una misa a no sé qué santo, cuando se terminó nos marchamos a casa, pero alguien se dio cuenta de que ella no se movía. Supongo que el susodicho sobrino.

—Aiden. —Mi voz retumba por todas partes y un escalofrío me trepa por la espalda como una araña—. ¿Tú te acuerdas de la viuda?

—¡Cómo olvidarla!

—Daba miedo —confiesa César—. Era mi vecina y a veces se quedaba mirando por la ventana sin pestañear.

—¿Cómo sabes que no pestañeaba? —pregunta Alex, que por desgracia ha venido.

—Porque la miraba fijamente.

—¿Hacíais duelo de miradas? —se burla Dafne.

César le responde algo más, aunque ya no le presto atención porque estoy yendo en busca de Cayetano. Sé que es una ermita vacía, un edificio sin más, como una casa sin muebles, pero recordar que aquí ha muerto gente, que se han celebrado funerales y esas cosas, me pone la piel de gallina.

Cayetano siempre me da calor. Me cojo a su cintura y él me abraza por los hombros.

Además, pensar en la historia de la viuda me ha hecho reflexionar, ella no hizo nada más que esperar a su Miguel, toda la vida, sin moverse de aquí. No quiero ser así, no quiero pasarme toda la vida esperando a que Cayetano se de cuenta de que me gusta, de que no es solo mi amigo. Llevo casi setenta y ocho horas comiéndome el tarro sobre lo que pasó en la noria y lo que me dijo y cómo me lo dijo y cuándo me lo dijo. Y no sé si es que ya me estoy volviendo loca o qué. Porque si le gusto de verdad, en plan, como le gustaba Sara, ¿por qué no ha intentado besarme? Sería el siguiente paso, ¿no? Pero es que ni un poquito. Y yo no me atrevo, no me atrevía, pero ahora me voy a atraver. Porque es la noche del valor. Son las pruebas. Y mi prueba tiene que ser tocar la campana y hablar con Cayetano. En ese orden.

—¡Olaya, ven, corre! —me llama Dafne apuntándome con su linterna.

—¡¿Eh, qué estáis haciendo ahí, tortolitos?! —se ríe César.

Cayetano no le contradice como otras veces y eso solo echa más leña a la hoguera, ¿lo deja pasar porque ya se ha cansado o por que sus sentimientos han cambiado? ¿o porque se ha dado cuenta de lo que siento yo y no quiere herirme?

—¡Olaya, ven, coño!

—Que malhablada eres, de verdad, a veces me sorprende que seamos familia.

Como el sabor a helado de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora