CAPITULO 3

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En lo más profundo de un sueño, Pequeña Azul se abalanzó sobre una

mariposa, arrancándola del aire. Cuando la inmovilizó en el suelo, sus alas

le hicieron cosquillas en la nariz. Curiosa por verla volar, la dejó revolotear

en el aire. Se alejó hacia el cielo, fuera de su alcance, pero algo seguía

haciéndole cosquillas en la nariz. Estornudó y se despertó. Una cola corta

y esponjosa se había desviado del lecho de Amapola del Amanecer y se

movía contra el hocico de Pequeña Azul. Ella la apartó con un zarpazo,

malhumorada. El peso de Pequeña Nevada estaba presionado contra su

manto, haciéndola sentir caliente y aplastada. Pequeña Azul y Pequeña

Nevada ya no eran las gatas más pequeñas de la maternidad. Cuatro lunas

atrás, Amapola del Amanecer había tenido a sus cachorros: dos hembras y

un macho, llamados Pequeña Dulce, Pequeña Rosal y Pequeño Cardo.

Pequeña Azul había sugerido el nombre de Pequeño Cardo porque tenía un

pelaje gris y blanco que sobresalía por todas partes. Por suerte, era mucho

más suave que un cardo de verdad. Pequeña Nevada había llamado a

Pequeña Rosal por el color rosado anaranjado de su cola. Y Pequeña

Dulce, que era blanca con manchas carey, se llamaba así por la madre de

Estrella de Pino, Brezo Dulce.

Al principio había sido divertido tener más cachorros con los que

jugar, pero ahora Pequeña Azul sentía que apenas tenía espacio para

estirarse. Incluso con Flor de Luna durmiendo en la guarida de los

guerreros la mayoría de las noches, la maternidad se sentía muy llena.

Pequeño Cardo, Pequeña Dulce y Pequeña Rosal crecían rápidamente y

siempre se desbordaban del lecho de Amapola del Amanecer. Para

aumentar el desorden, Cola Pintada había dado a luz hacía dos lunas, y

Pequeña Dorada y Pequeño León apenas dejaban de retorcerse y maullar.

Ahora estaban tranquilos, pero cuando Pequeña Azul volvió a cerrar los

ojos, Amapola del Amanecer gruñó en sueños y, separándose de Pequeña

Rosal y Pequeña Dulce, se dio la vuelta con un suspiro. Pequeño Cardo

rodó tras ella, apoyó la barbilla en el costado de su madre y empezó a

roncar con fuerza. «¿Qué sentido tiene seguir intentando dormir?».

Pequeña Azul se puso de pie y se estiró, y un escalofrío recorrió su

larga y elegante cola. Con la caída de la hoja habían llegado las mañanas

frías, y aunque la maternidad era acogedora, delgadas corrientes de aire

frío se colaban por las paredes de zarzas. Miró el lecho de Cola Pintada,

envidiando el grueso pelaje de Pequeño León, que se erizaba alrededor de

su cuello como una melena. Pequeña Dorada, cuyo pelaje rojizo claro y

liso la hacía parecer mucho más pequeña que su hermano, se agitó a su

La Profecía de Estrella AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora