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Sentado en la mesa, juego con la cuchara en mi plato de cereal sin ánimos de comer. La casa está en silencio, roto solo por el goteo del grifo y el zumbido del televisor en otro cuarto. Mis pensamientos se sienten pesados, mucho más de lo que debería soportar alguien de mi edad.

Pienso en mi madre, cuya sonrisa cálida ya solo existe en recuerdos y en las fotos polvorientas del estante. Ella, que había entrado al hospital por un simple dolor de cabeza, nunca salió; un error médico decían, aunque para mi eran solo palabras complicadas que significaban que no volvería. Las noches son las peores, cuando la soledad se siente más grande y el vacío más profundo, cuando cierro los ojos creo ver su rostro, creo sentir el tacto de sus dedos acariciando mi mejilla, creo tenerla una vez más a mi lado, pero al despertar solo encuentro la penumbra en mi habitación. Las lágrimas llegan entonces, silenciosas, porque llorar en silencio se volvió una costumbre hace años.

Luego estaba mi padre, a quién perdí hace unos días atrás; el alcohol había sido su refugio, un escape del dolor que sentía. Una noche, la que para él fue la última, el atracón fue demasiado y lo obligó a irse: fue encontrado en su cama, con una expresión de serenidad que hace años no se le dibujaba sobre el rostro, pero ahogado en los residuos de lo que él mismo había consumido.

Los recuerdos junto a mi padre se nublaban por el estruendo de los gritos y botellas rotas pero, la mayor parte del tiempo, era feliz a su lado. Hacía todo lo posible por mi bienestar, incluso cuando, al mismo tiempo, estaba descuidando el suyo.

Esos momentos donde la depresión no neutralizaba por completo sus emociones, donde podía volver a sentirse como un ser vivo otra vez, eran donde brotaban risas y abrazos. No estábamos bien, pero éramos felices.

Entonces, ¿por qué se veía tan tranquilo al saber que se iría? ¿tanto lo estaba anhelando?

No entendía nada de lo que sin razón pasaba conmigo; ¿acaso la vida simplemente decidió quitarme todo lo que amo?

Últimamente he estado buscando consuelo en los mismos lugares oscuros que mi padre estuvo. De pronto encuentro las botellas que quedaron escondidas en los rincones de la casa, aquellas que no llegaron a ser desechadas. El sabor amargo y ardiente del alcohol me recuerda a él, me hace sentir que estamos conectados de alguna manera, aunque sé de sobra lo mal que está. Sé bien que no es lo que quieren que haga con mi vida pero, ¿cómo siquiera sigo con ella?

A pesar de tener en mis manos todo el tiempo del mundo—más solo tengo siete años—no sé qué hacer con él.

A veces llevo una botella a mi habitación y observo el líquido dentro, recuerdo las noches en las que veía beber a mi papá, siendo cada trago una forma desesperada de salvar su alma; yo también quiero escapar de la tristeza que oprime mi pecho y de la soledad que asecha cada rincón. Recuerdo oír más de una vez la misma frase, dicha por los compañeros de mi padre en el bar: «aquí es cuando verdaderamente es él, no aquel hombre depresivo que sufre por la muerte de su esposa». Y por mucho tiempo les creí, de verdad pensé que todo estaba bien. Eso, hasta que lo encontré sin vida en su cuarto después de la ya casual borrachera.

Aún sabiendo todo, no podía apartarme del alcohol; parecía estar ligado a mis genes. Cierro los ojos y trato de imaginar que estoy en otro lugar, un lugar donde mi madre aún vive y mi padre no se había rendido. Pero la realidad siempre vuelve, implacable y cruel, recordándome todo.

El alcohol me hace sentir diferente, como si una niebla suave se posara sobre mi mente, difuminando los bordes afilados de los pensamientos dolorosos. Bebo más, ignorando el ardor en la garganta y el mareo que comienzo a sentir. Quiero olvidar, escapar del agujero negro que parecía estar tragándose mis sentidos.

Las lágrimas rodaron a lo largo de mis mejillas, y abrazo la botella como si fuera un salvavidas en medio de un mar tormentoso. En este momento, mientras el licor vuelve al mundo borroso, encuentro un segundo de paz. No era la misma paz que había conocido junto a mi familia, pero por ahora es suficiente.

Así me dejé llevar por el olvido que esta maldita sustancia me ofrece, deseando con todo mi corazón que, al menos por este día, los fantasmas del pasado me dieran un respiro.

Un niño no debe sentirse como yo, lo sé en algún rincón de mi mente, pero el dolor es real y constante. Y así, con la cuchara aún en mano y la mirada perdida sobre la mesa me hundo un poco más en el abismo, cayendo nuevamente en mis hábitos destructivos mientras espero un consuelo que jamás llegará.

Pero ahí, es donde alguien toca la puerta.

Batallo para bajar de la silla y ponerme en pie, esconder la botella nuevamente y aun más para caminar hasta la entrada. Cuando logro hacerlo pongo la mano sobre el picaporte, lo giro con desgano y revelo lo que hay el otro lado: una mujer algo mayor me está sonriendo, de mientras el sol brilla detrás de ella.

Una extraña calidez me inunda el cuerpo, mas no recuerdo la última vez que vi una sonrisa.

—¿Lee Minho?— me pregunta ella en un tono dulce, sin cambiar su expresión. Yo simplemente asiento con la cabeza— Vengo de Servicios Sociales, debo hablar contigo. ¿Puedo pasar?— sin tener ganas de discutir, volví a asentirle.

Estuvimos sentado uno frente al otro antes de lo esperado, con ella diciendo tantas palabras que yo no llego a escuchar del todo. Algo sobre mis padres, sobre mis vecinos, que no puedo estar solo, un orfanato...

Sinceramente no me importa a donde tienen planeado llevarme, pues seguro es mejor que estar en casa, donde revivo el trauma día a día.

La mujer terminó de hablar, y solo fui capaz de escuchar la última pregunta: —¿Qué te parece?

La miro con mala gana, arrugando a más no poder el entrecejo.

—¿Acaso importa lo que opine?— respondo francamente, a lo que ella alza ambas cejas.

—Consideraremos otras opciones si no te gusta como suena Crissomania-

—A donde sea está bien, solo sáquenme de aquí— ella no dijo nada, se limitó a asentir lentamente.

—Eres un niño, Minho. Queremos lo mejor para ti— aunque habló con dulzura, su tono ya me parecía molesto—. No debes estar solo.

Se fue al cabo de unos minutos, advirtiendo que volvería mañana por la mañana. Luego de cerrarle la puerta miro a mi alrededor, contemplo—por lo que probablemente será la última vez—mi hogar.

No me duele la idea de dejarlo, más bien, me emociona. Había una única razón: dejé de sentirme como en casa hace ya mucho tiempo, y este ya no es mi hogar.

Tal vez deba encontrar uno nuevo.

Tal vez deba encontrar uno nuevo

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Do you wanna be ODDINARY? - HyunlixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora