• CAPÍTULO 29

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E N C U E N T R O S      F E L I C E S







Briznas de hierba vuelan por los aires.
El rocío fresco arrulla mi piel agasajando el atisbo de lucidez para así, poder quedarme entre las salpicaduras frías del sereno.

El aire es puro, lo respiro con fuerza aunque al principio me cuesta seguirle el ritmo.
Me muevo, sintiendo que elevo los pies de la tierra. Esto, por supuesto, es una sensación puramente surreal.

Entorno los ojos divisando un jardín.

Dejo caer la desconfianza, apresurada con pisadas débiles, incapaces de detenerse.
Al llegar, la desilusión empieza a bullir.

Los brezos lila, de un lado a otro, dejan descubierto un camino irregular. No se le ve fin.
En un movimiento brusco pretendo echarme a correr. A pesar de saber que algo no anda bien, suspendo la idea porque el piso bajo mis pies comienza a agrietarse.
Oigo fuertes estallidos.

—No quiero que te quedes aquí.

Estoy por volver la vista hacia atrás, desesperada en buscar de nuevo las briznas verdes flotar por el aire.

«Mira», dicta mi cabeza pero, hacerlo, presiento será un error.
Lamentos lejanos, tirando a la tristeza y a lo inconsolable estremecen mi ser entero provocando que me detenga.
Me son familiares.

La sensación no es agradable, oír los estruendos tampoco. Es esa percepción empecinada en hacerme preguntas que yo rechazo.
Me tapo los oídos, empezando a sacudir la cabeza suavemente.

«Despierta».

¿Qué es ese sonido?
Es demasiado molesto.

¡Qué alguien lo apague, por favor!

¿Es la alarma? No, es domingo. Tengo el derecho concedido por papá a despertar pasadas las siete de la mañana.

El sonido mengua. Las sábanas de algodón son tan livianas que me veo venciendo el récord de ayer e, iniciando otra partida.

Bostezo.

¿Qué era? ¡La iglesia, el culto!

Privilegios.
Dormir.

Pierdo la noción de nuevo y... ¡Ring, ring!

¡El dulce!

Recuerdo dónde dejé el teléfono, por lo cuál, tanteando lo agarro de inmediato.

—Aló. Está equivocado de número.

—¿Disculpe?

Esa voz...

¿Dónde la he oído?

¡Ay no!

El sueño es espantado por una descarga de vergüenza.

La profesora Holt.

—Buenos días, ¿hablo con la señorita Brennett?

Al incorporarme, efectúo una mueca de reproche.
Hago el edredón a un lado, preparándome para disculparme.

—Disculpe, sí soy yo —murmuro, deseando no haber sido escuchada.

RUTA 27 | ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora