Capitulo 33

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La casa había perdido el calor de hogar que Any había traído consigo. Armando no encontraba palabras suficientes para describir el frío que sentía en sus venas; era como si su sangre ya no tuviera vida, recorriéndolo como un líquido inútil. La soledad se palpaba en cada rincón, en cada objeto, en cada detalle. El aire de los pasillos ya no llevaba consigo su fragancia que se colaba sin permiso hasta su habitación, impregnando hasta su ropa y haciéndole sentir como si ella estuviera presente todo el día a su lado. Incluso el silencio de la casa le hacía extrañar su voz.

En las semanas siguientes a la partida de Any, Armando continuaba con su rutina diaria; sin embargo, por las tardes, sentado en su despacho, anhelaba todos los momentos compartidos con ella, tanto los buenos como los malos. Solo el whisky que bebía al caer la noche lograba calmar el dolor que sentía; al menos el alcohol le permitía visualizarla frente a él como en el primer día en que la conoció. Recordaba su cuerpo y el susurro de su voz, y así se quedaba dormido, embriagado en exceso, en sueños donde ella le prodigaba besos y caricias por su cuerpo, pero también plagados de pesadillas llenas de dudas y confusión.

Armando ordenó que se cerrara la habitación de Any, dejándola intacta, al igual que había hecho con la de su hermano. Nadie tenía permiso para entrar en esas habitaciones, dando la sensación de que ya no formaban parte de la casa. Aunque no había dejado de considerar la posibilidad de que Any fuera responsable de la muerte de su hermano, su certeza al respecto se había desvanecido, convirtiéndose en una pequeña duda sin fundamentos sólidos. Al recordar las actitudes y palabras de Any, Armando no encontraba evidencia que respaldara su firme convicción, pero al mismo tiempo pensaba que si ella era culpable, sería capaz de mentir con una actuación perfecta. A pesar de todo, la extrañaba; anhelaba sus discusiones y aquellos encuentros apasionados donde él se transformaba en un hombre desconocido para sí mismo.

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Aquella mañana, el arquitecto llegó, ya que aún quedaba pendiente el trabajo en el que su hermano había estado involucrado antes de su muerte.

_Buenos días, señor Armando_ el hombre sonrió al extender su mano, a lo que Armando respondió con poco entusiasmo. No estaba de humor para socializar, y mucho menos para discutir un asunto que removía tantos recuerdos dolorosos.

_Señor Armando, lamento no haber venido antes, pero me enteré de lo sucedido y..._ el hombre se detuvo incómodo, luego continuó, _no quería ser una molestia. Además, desconozco si desea continuar con las reformas que el Señor Carlos me había encargado._

_Por supuesto que seguiré. Quiero que todo quede como él lo planeó_ ,contestó el, _Bien, en ese caso necesitaría unos planos que el Señor Carlos guardó para revisar._

Armando se mantuvo rígido; los planos probablemente estarían en la habitación de su hermano, donde también él tenía su escritorio para cosas pequeñas y personales, pero era un lugar al que no deseaba entrar. Aun así, no le quedaba alternativa. Sin mostrar la menor vacilación, pidió al hombre que esperara en la sala y se dirigió a buscar la llave para abrir la puerta del dormitorio de Carlos.

Al girar la llave y abrir la puerta, su corazón se contrajo de dolor. Últimamente, esa sensación lo invadía como un virus que poco a poco lo consumía.

Observó a su alrededor. Cada objeto en la habitación evocaba un recuerdo doloroso. Lentamente se acercó al escritorio; todo estaba tal como Carlos lo había dejado unas horas antes de su muerte. Ningún objeto había sido alterado.

Sintió como si Carlos lo estuviera observando desde algún rincón, levantó la cabeza y fue entonces cuando la vio. Su rostro palideció, sintió un mareo y se dejó caer en el sillón detrás del escritorio, clavando su mirada en el espejo. En la punta del espejo, presionada entre el marco y el vidrio brillante, encontró una foto de él abrazado a Amalia, ambos sonrientes.

Su corazón empezó a latir de forma acelerada, sintiendo que quería salirse de su pecho, y su garganta se cerró, dificultándole la respiración. No podía ser Amalia.

Se levantó con dificultad y avanzó hacia la pared, tomando la foto. En ella, varias líneas en forma de cruz tachaban el rostro de Amalia.

Cubriéndose la boca y parpadeando varias veces, incrédulo, examinaba repetidamente la foto arrugada, probablemente por el puño de Carlos.

"_Dios mío, ¿qué había hecho? ¡Qué error tan atroz había cometido! Any jamás tuvo nada que ver con la muerte de su hermano, ¡todo lo que había dicho era verdad!_"

Sin apartar la mirada de la foto, se dejó caer, deslizando su espalda por la pared hasta llegar al suelo. Giró la foto y reconoció la misma letra de la carta.

"Para el hombre de mi vida, con amor, tuya por siempre, Amalia Gallardo."

La mentiraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora