CAPITULO 26: Puntos de vista A

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                               ROBERTO

La lluvia caía a cántaros, con agresividad golpeaba la ventana, convertía la tierra del patio en lodo a una velocidad increíble y el agua empezaba a entrar justo en dónde me encontraba parado. Vigilaba la puerta de atrás justo como me había dicho mi amigo, mientras que Gustavo cuidaba el frente. Habían prendido la luz de la sala para tener mejor visibilidad mientras que yo preferí quedarme a oscuras.
Ahora que lo pensaba era la primera vez que sostenía un arma. El otro chico... Luis, eligió a alguien más para portar una de las pistolas y siendo muy sincero me sentía aliviado con su decisión. Mientras sostenía el fusil me inundaba una sensación de miedo. Era mí responsabilidad cuidar de éstos chicos y éso me asustaba.
Miré a los demás y pensé:
«Ellos deben estar más asustados»
En estos casos intentaba hacer reír a los demás, siempre lo hacía, como si fuera un instinto en mí. Las risa de otras personas me causa cierto efecto, me hace pensar que no todo en ésta vida es malo, que no todo es ser golpeado en casa y sentir odio hacia otras personas, sentirse una mierda consigo mismo. Por éso me encantaba hacer reír.
Me transmitía ese buen humor al instante; me tranquilizaba. Dejé mí posición para acercarme a los otros, recargué el fusil junto al pasillo antes de entrar a la sala. Caminé directamente hacía Gustavo (me agrada mucho él) y a Eli. Pero al llegar, ellos no pueden evitar quitar la mirada ha algo detrás de mí, consternados.
Me giré para saber que era lo que los tenía así, de ése modo tan extraño. Dos siluetas aparecen, entrando por la parte que tenía que vigilar.
Terror. No hay sensación alguna para describir lo que sentí de golpe en aquel momento, más que terror.
Observé con terror a los dos visitantes y a su vez, el fusil que estaba entre ellos y yo. Me abalancé contra él para tomarlo al igual que uno de los intrusos, pero noté que él no iba tras el arma; iba a mí encuentro.
Antes de que pudiera tomarla, sentirla entre mis dedos, me tomó por la playera y con una fuerza superior a la mía; me tiró al suelo con un fuerte golpe. Comenzó a gritar en otro idioma que no comprendía, pero con un inconfundible tono amenazador. Señaló el fusil un par de veces mientras me gritaba palabras, como burlándose de mi intento desesperado. Los rostros cubiertos por un pasamontañas, los chalecos anti-balas y su uniforme, mojados por la lluvia. Me obligaban a mirarlos directamente a los ojos.
Gustavo había intentado ponerse a la defensiva igual que yo, trató de sacar su pistola pero el otro le dió un puñetazo en el estómago que lo dejó sin aire. Fué entonces cuando ví que en realidad eran tres los que estaban con nosotros.
Sandra caminó lento hasta las mochilas, sin apartar la mirada de los intrusos. Tropezó con una y cayó sobre ellas de una forma casi calculada.
El tipo que me tiró al suelo apretó mí cabeza contra el piso de cemento, frío y lleno de polvo. Se me hizo un nudo en la garganta al ver a los demás, como veían la escena con horror. Lloré al sentir el cañón en la nuca.
Los niños también lo hacían, Eli gritaba que no lo hicieron. Gus observaba desde el suelo, tratando de recuperar el aire. En los ojos de Sandra había impotencia e indecisión. Y después ya no pude ver más.

                                   RAÚL

La lluvia empapaba mí cara. Parpadeando demasiado por las constantes gotas que caían. Mí cabello y ropa estaban tan mojados que parecía cómo si me hubieran vaciado un bote de agua encima.
Suponía que tenían la misma sensación los otros. José iba al frente, caminando de prisa, esquivando postes o algún gato muerto (la lluvia se llevó la cal que lo cubría) y nosotros hacíamos lo mismo.
Llevábamos unos minutos de camino cuando el disparo hizo que nos detuviéramos al instante.
- Algo pasa -dijo José.
- Elizabeth -susurró Luis- Voy a volver, ustedes sigan. Traigan la camioneta.
- Te acompaño -añadió Carlos.
- Tengan cuidado! -les grité cuando se alejaban a toda velocidad hacia el lado contrario.
- Vamos -insistió José- Sigamos rápido.
Corrimos por la banqueta, una, dos, tres calles más hasta que frenamos. Casi me caigo por lo resbaloso que estaba el piso. Encontramos las tres cortinas de metal del taller.
- Rápido, hay que abrir una.
Mi amigo rebuscó en la bolsa de su pantalón y sacó las llaves. Éstas resbalaron de sus manos y cayeron al suelo con un golpe seco.
- Carajo! -exclamó José mientras las levantaba, cuando lo hizo noté un ligero temblor en su mano. Lo conocía de hace tiempo y sabía la tensión que le provocaba la urgencia de terminar con ésta mierda. Me causaba la misma sensación.
Tomó el candado y metió la llave al primer intento, como sí una fuerza celestial supiera lo que estaba en juego. Le ayudé ha levantar la cortina, el metal se fué enrollando sobre nosotros y nos refugiamos en el interior. Me tomé un tiempo para respirar y secarme la cara.
Ví lo que albergaba el taller de "El chucho" aún con la poca iluminación: baterías de auto, llantas, tornillos tirados en un suelo negro por el aceite. También había un gato de mecánico color rojo que estaba oxidándose.
Las repisas estaban bien provistas de una gran variedad de líquidos para frenos y aceites.
Fácilmente podrían caber tres vehículos para su revisión. Dos de los lugares estaban vacíos y el otro lo ocupaba la camioneta que nos prestaron amablemente. Una Econoline blanca, el parabrisas estaba ligeramente agrietado y las llantas estaban cubiertas de lodo seco. Me recordó a la camioneta con la que hice un viaje familiar a Michoacán hace unos años.
- Hay que sacarla de aquí cuánto antes.
- Dame la llave de los candados -le pedí. Él la sacó del llavero y me la dió. Me colgué de la cortina por la que entramos hasta cerrarla con un fuerte golpe metálico.
Abrí la que estaba frente a la camioneta y José la sacó, con los limpiaparabrisas ya en funcionamiento. Dejamos cerrado antes de irnos.

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