Capítulo 34

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No tardaron en llegar el resto. Orión y Leo entraron en la habitación mientras yo seguía tumbada en el pecho de Nash. Nash  dijo:

—Uno de nosotros irá al funeral de todos y no tendrá a ninguno de nosotros en su funeral. Y otro no estará en ninguno de los funerales.

Leo dijo:

—No puedes ser tú. No y menos tan pronto.

Orión se quedó de pie en una esquina y apenas derramó un par de lágrimas.

—Así fue con mamá —dijo Nash—. Verla es el único consuelo que tengo.

Nash nos pidió que saliéramos y que dejáramos entrar a Oliver. Yo me subí a la azotea del hospital mientras tanto. Me senté en la baranda y me planteé seriamente saltar. Orión dijo:

—Laila, no puedes hacer eso.

—Si vivo, estoy segura de que me volveré a enamorar —respondí.

—¿Y qué tiene de malo eso?

—Que sería aceptar que él no es el amor de mi vida.

Orión dijo:

—En la vida hay dos grandes amores: el que te prepara para la vida...

—¿Y el que te enseña a afrontar la vida sin estar preparado? —dije, completando la frase—. Tu hermano ya me ha dicho esa frase.

—Pues si sabes que te queda un amor por vivir...

Algo tocó mi hombro, pero no había nada ni nadie. Dije:

—Algo le ha pasado a tu hermano.

Me di la vuelta y entré de nuevo a dentro del hospital. Llegué a la habitación de Nash, donde Oliver acababa de reanimarlo. Entré en la habitación y vi a Nash, débil pero consciente, luchando por aferrarse a la vida. Oliver me miró, sus ojos llenos de lágrimas y esperanza.

—Laila —susurró Nash con esfuerzo—, no llores. Estoy aquí, contigo.

Oliver dijo:

—Yo me voy y os dejo a solas.

Mientras salía de la habitación y yo entraba, Nash levantó el brazo para que me acurrucara en su pecho y dijo:

—Le he explicado a Oliver lo que va a pasar a partir de ahora. No tardaré mucho, mi corazón se está apagando.

Le respondí:

—No quiero saber. Prefiero vivir con la incertidumbre y el dolor a perder algo tan importante de mi vida.

Pasé la mano por su pecho y me di cuenta de lo lento que su corazón latía. Él dijo:

—Lo siento, Laila, de verdad lo siento.

Respondí:

—No tienes nada que sentir. No me arrepiento del dolor que siento ahora, porque esos pocos meses a tu lado fueron los mejores de mi vida. Por cierto, me convertiste en tu esposa, así que ya no puedo librarme de ti.

Se rió de mis palabras y, mientras sus pulmones se agotaban poco a poco, no podía hacer nada para ayudarlo, solo estar ahí. Cualquier intento de ayudarlo solo extendería su dolor. Su enfermedad terminal estaba llegando a su fin.

Todavía tumbada sobre su pecho, me dijo:

—Piensa rápido, ¿con qué frase te despedirías del amor de tu vida?

Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos y sentí cómo mi corazón se rompía en mil pedazos. Respondí:

—Es trampa preguntar algo que tú mismo ya te preguntaste.

a un suicidio de la famaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora