VIII

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San Diego, California.

   Apenas me miró, Mario me abrazó con todas sus fuerzas, mi corazón imploraba que por favor todo aquello que me había dicho Aaron no fuera cierto, tal vez solo se había confundido.

—Gracias por cuidarla.
—Lo haría mil veces más.
   Se dieron la mano.
—¿Charlie?–Mónica me habló–si necesitas algo, lo que sea, recuerda que puedes llamar ¿Sí? No importa la hora o el día.
—Gracias–la abracé–muchas gracias por todo.
—Charlie.
—Mike.
—Recuerda lo que te dije, en Cincinnati también tienes tu casa y tu equipo–asentí–puedes venir tanto como quieras, solo es cuestión de que llames y vendrán por ti.
—Gracias... Lo digo de corazón.
—Cuídate mucho.
   Nos dimos la mano como si hubiéramos cerrado un negocio.

   Mario me llevó en su coche policía de vuelta a casa.

—Mi casa–se me escapó un suspiro–dios, está sí que es mi casa.
—Bienvenida de vuelta.
—¿Has sabido algo de Aaron? Pensé que venía contigo a recibirme.
—No lo he visto los últimos días, debe estar por ahí ya lo sabes. Tengo que volver a trabajar pero volveré para la cena, iremos con la abuela, ¿Qué dices?
—Digo que me parece una excelente idea.

   Se fue no sin antes dejar un beso en mi cabello.

   Volví a avisar a Aaron qué ya estaba en casa pero no obtuve respuesta alguna.

   Hice muy poco hasta que Mario regresó, se quitó el uniforme y se puso ropa más cómoda que por algún motivo me hacía verlo demasiado formal para ir a cenar con la abuela.

   Le pedí ir yo en mi moto, tenía ganas de conducir después de tantos días fuera, aceptó sin más, algo que me pareció raro porque siempre ponía peros o pretextos.

   Y es que el atuendo era más formal que de costumbre con sus camisas de franela por encima de sus playeras blancas y pantalones holgados porque apenas terminé de ser bienvenida por todos, mi peor pesadilla comenzó a volverse realidad.
   La mujer de cabello café pero no café y sedoso como el de Mónica, no. Cabello café maltratado y con raíces negras, un cuerpo regordete, dos grandes... Ojos negros que anunciaban problemas.
   Dos piernas que parecían dos piezas de pollo rostizado y sus labios delineados con color vino tinto y rellenados con un color rosáceo entró al gran patio por el garaje.
  
—Charlie, ven un momento.-me llamó para interrumpir mi plática con el tío Pablo.
   Un gran y apasionado fanático de los cuarenta y nueves de San Francisco que me reclamaba con diversión por haber trabajado para los Bengalíes.
—Ahora vuelvo.
—¿Me traes una cerveza del refrigerador?
   Le hice que sí con la mano.
—Dime.-traté de sonreír porque no quería adelantarme.
—Mira, ella es Elena, seguro la recuerdas.
   La sonrisa de esa mujer me daba desconfianza.
—Buenas noches.-apreté los labios buscando una sonrisa.
—Hola, Charlie, que gusto verte.
   Asentí pero miré a Mario.
—Char–se aclaró la garganta–hay algo que tengo... Tenemos que decirte–no podía estar pasándome aquello–verás... Elena y yo... Bueno, decidí darme una segunda oportunidad.
—¿Una segunda oportunidad?
—Así es–entrelazó su mano con la de ella–Elena y yo somos pareja–sentí que el mundo se me venía encima–pensamos en hacer una vida juntos cuando me suban de puesto.
—Char, mira yo sé que...
—Charlie.-la corregí.
—Charlie–sonrió–yo sé que la pérdida de tu mamá es muy reciente y no creas que vengo a ocupar su lugar, me gustaría que me vieras como tú amiga.
—Tienes razón, jamás vas a ocupar su lugar y jamás seremos amiguitas.
—Oye...
—Te pido de la manera más atenta que te vayas.
—Charlie...
—Y no vuelvas, al menos no cuando yo esté presente–lo miré–si era todo, permiso.

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