51. Mammón

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By Arioch

Camino entre las sombras del inframundo, mi cuerpo temblando de rabia y dolor. El veneno que corre por mis venas ha suprimido el dolor físico, pero ha despertado una furia que consume cada rincón de mi ser. Mis músculos y nervios están tensos, transformándome en una entidad demoníaca en busca de venganza.

A medida que avanzo, el ambiente a mi alrededor se vuelve más denso y sofocante. Un olor a metal me envuelve, mezclado con el pesado aroma de la avaricia. Los tonos dorados dominan la escena: oro líquido que fluye por doquier, convertido en objetos de riqueza por miles de diminutos demonios que trabajan frenéticamente.

Sigo caminando, aplastando a estos pequeños seres bajo mis pies, de los cuales brota un líquido negro y espeso, con un nauseabundo olor a azufre. La asquerosidad del lugar es palpable, una manifestación física de la corrupción y la codicia que lo impregnan.

Uno de los demonios tropieza con mi pie y deja caer una moneda dorada. Me agacho para recogerla, cuando una voz distorsionada y ominosa resuena en el aire.

—¿Quién se atreve a robarme mi fortuna? —pregunta la voz, llena de una amenaza implícita.

No puede ser otro que Mammón, el príncipe de la codicia y la riqueza. Me giro para enfrentar a la figura que aparece ante mí, encarnando la avaricia en su forma más pura. Su presencia es una tentación opulenta, envolviendo todo en un aura dorada que parece irradiar riqueza y deseo.

Mammón es una figura imponente: alto y robusto, con una musculatura esculpida por el deseo de poder y posesión. Su piel tiene un tono dorado apagado, que brilla como si estuviera cubierta de oro líquido. Sin embargo, al examinarla de cerca, se pueden observar grietas y fisuras, como si fuera una estatua que se desmorona desde dentro, reflejo de su naturaleza destructiva.

Su rostro combina belleza divina con terror, un atractivo irresistible que oculta una avaricia insaciable. Sus ojos son pozos negros sin fondo, rodeados por un fulgor dorado que refleja cada riqueza que ha acumulado a lo largo de los eones. No hay humanidad en esos ojos, solo el reflejo del oro y las gemas. Su boca, una fina línea que se curva en una sonrisa cruel, deja entrever afilados dientes.

Su vestimenta es una mezcla de armadura y ropajes, todos hechos de metales preciosos y gemas. Una armadura dorada cubre su torso, más como un trofeo que como una protección real, mostrando su inmensa fortuna. Los pliegues de su capa, hecha de tela dorada con hilos de plata y adornada con esmeraldas y rubíes, se arrastran por el suelo, dejando un rastro de monedas de oro que desaparecen al intentar tocarlas.

Sus manos grandes y poderosas están cubiertas de anillos de oro y plata, cada uno incrustado con una gema más grande y brillante que el anterior. Sus dedos largos y esqueléticos se mueven con una precisión calculada, como si cada movimiento estuviera destinado a contar monedas o cerrar un trato. Sin embargo, bajo toda esa riqueza, sus uñas están ennegrecidas, como si la codicia misma las hubiera corrompido.

Mammón no camina; se desliza, flotando sobre el suelo, dejando tras de sí una corriente de monedas y joyas que desaparecen al intentar tocarlas. A su alrededor, el aire está cargado con el olor del metal y la avaricia, una fragancia dulce al principio, pero que pronto se torna asfixiante.

Su voz es suave y melódica, una sinfonía de promesas entrelazadas con la desesperación de aquellos que han caído bajo su influencia. Habla con la seguridad de quien sabe que todos tienen un precio y que solo es cuestión de tiempo antes de que se lo paguen.

Pero detrás de su fachada de riqueza y poder, Mammón es un ser vacío; su existencia se sostiene únicamente por la codicia que alimenta en los demás. Es un pozo sin fondo, un abismo de deseo que nunca puede ser satisfecho, y aquellos que buscan su favor terminan arrastrados a la oscuridad, con sus almas devoradas por su insaciable apetito por más.

Esbozo una sonrisa burlona cuando veo que Mammón se sorprende al verme.

—Parece que Belfegor no ha cumplido su propósito de acabar contigo. Te he subestimado —ríe burlonamente mientras se acerca a mí—. Y dime, ¿Qué te trae de nuevo al inframundo? Han llegado a mis oídos que serviste a otro dios y todo el mundo sabe que no puedes servir a Dios y a Mammón al mismo tiempo.

Clavo mis ojos en él, manteniendo el contacto. Mammón parece sentirse amenazado, mostrando todos sus dientes en una expresión rígida y horrible.

—Yo no sirvo a nadie, y mucho menos a un demonio que se dejó corromper por las riquezas.

—Estas riquezas, como tú dices, son las que mueven el mundo, lo que el alma mortal del ser humano aspira, lo que idolatran. ¿Dime, pues, príncipe del infierno, quién te admira a ti?

—Yo no necesito admiración, sino temor y poder. Dime, ¿De qué te sirvió tanta riqueza y admiración? Derrotado por Miguel, descendido a lo más bajo del infierno, sirviendo a humanos codiciosos a cambio de más riquezas. Patético —escupo.

—Te tragarás tus palabras, hijo de Satanás. Yo acabaré el trabajo que Belfegor no supo hacer.

Mammón se abalanza sobre mí, pero lo esquivo con un movimiento ágil y rápido justo antes de que su boca me devore.

—Si es todo lo que me tienes que ofrecer, será mejor que me dejes marchar. Sabes que soy un demonio que no tolera que jueguen con su tiempo.

Su furia crece al ver cómo lo he desafiado, ofendiéndolo como si fuera un mosquito molesto. Mammón agarra una espada empuñada en oro y carga contra mí. Esta vez me cuesta más esquivar sus ataques, su furia crece con cada movimiento de la espada.

Me tiene arrinconado, pero no tengo miedo.

—Es hora de acabar con una escoria como tú —ruge.

No puedo evitar abrir los brazos y caminar hacia él mientras río como un lunático.

—Adelante —le reto.

Mammón se queda inmóvil por unos segundos, tratando de comprender mi juego, inspeccionando cada uno de mis pasos en su dirección.

—¿Deseas morir? —pregunta.

—No voy a morir, no gracias a ti.

Agarro uno de los pequeños demonios que caminan entre nosotros y que lleva consigo un pequeño escalpelo de oro. Tomo el objeto con la mano libre mientras aplasto al demonio con la otra.

—¿Piensas derrotarme con eso? —su risa ronca y estampida resuena en mis oídos.

—Si de algo me alegra el matarte, es que mis oídos jamás volverán a sufrir con ese sonido.

Muevo mi mano en su dirección, y miles de sombras se forman bajo mis pies.

—Por Satanás —murmura, asombrado.

—Tanto tú como Belfegor olvidasteis que ambos fuisteis arrastrados y obligados a resistir en el infierno. Yo fui elegido por nuestro padre, un anticristo, para convertirme en su soberano —las sombras clavan el escalpelo en su torso, haciéndolo gemir de dolor.

—Tu muerte será de la misma manera en la que presumes: avariciosa y llena de riqueza —mis sombras se tornan alrededor de él, envolviéndolo en una gran masa oscura, empujándolo hacia el líquido dorado que nos rodea. Su cuerpo se funda lentamente en oro, convirtiéndolo en una estatua inmóvil.

Los demonios menores observan desde la distancia, viendo cómo su padre se petrifica lentamente, hasta quedar completamente inmóvil, a pesar de sus intentos fallidos de liberación.

No me subestimen; puedo controlar lo que se me antoje hasta adueñarme de ello.

—¡El príncipe está en casa! —grito. —Es hora de que sirváis al verdadero soberano.

Los diminutos demonios se miran unos a otros hasta que, uno a uno, se arrodillan ante el nuevo anticristo. Da igual lo que se me presente en el último círculo; acabaré con ello y recuperaré mi reino.

Un infierno tras de míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora