Capítulo 12: Atrapada en la Humillación

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Sofía había llegado a la universidad con una extraña sensación de calma. Quizás era porque estaba cansada de los castigos constantes de Lucía o porque sentía que, de alguna manera, ya se había acostumbrado a las sorpresas desagradables que le deparaba cada día. Se sentó en su habitual asiento en la clase de Historia, tratando de concentrarse en la lección del día. Las palabras del profesor sobre la Revolución Francesa resonaban en el aula, pero sus pensamientos estaban en otra parte, imaginando qué nueva tortura podría tener Lucía preparada para ella.

De repente, sintió una ligera presión en su trasero. Pensó que simplemente había estado sentada en una posición incómoda, así que se movió ligeramente en su silla. Pero la presión no solo continuó, sino que comenzó a intensificarse. Sofía frunció el ceño, inquieta. La sensación era extraña, como si algo estuviera empujando desde dentro, obligando a sus glúteos a expandirse.

Miró a su alrededor, asegurándose de que nadie estuviera prestando atención a sus movimientos incómodos. Pero a medida que pasaban los minutos, la presión aumentaba y la sensación de expansión se hizo más evidente. Intentó ajustarse de nuevo en la silla, pero ahora había algo más: estaba pegada.

—¿Qué está pasando? —susurró para sí misma, tratando de mantener la calma.

El miedo comenzó a instalarse cuando se dio cuenta de que sus glúteos se estaban hinchando de manera imposible, llenando la silla debajo de ella. Cada intento de moverse solo servía para recordarle que estaba pegada al asiento. La silla parecía estar fusionada con su piel, como si hubiera sido moldeada para encajar perfectamente en su trasero ahora masivo.

Intentó levantar una pierna para ver si podía liberar la presión, pero el movimiento fue en vano. Sus caderas estaban completamente atrapadas en la silla, y cualquier intento de moverse solo hacía que la expansión continuara.

—¿Sofía? —La voz de su compañero de clase, Miguel, la sacó de su pánico. Estaba sentado a su lado, mirándola con preocupación—. ¿Estás bien?

Sofía sintió que la sangre se le subía al rostro. Sabía que no podía explicar lo que estaba sucediendo. ¿Cómo podía decirle a alguien que su trasero estaba creciendo incontrolablemente y pegado a la silla?

—Sí, estoy... estoy bien —respondió rápidamente, tratando de sonar despreocupada.

Pero su voz traicionaba la angustia que sentía. Sabía que algo estaba muy mal, y no había forma de ocultarlo por mucho más tiempo. La expansión de sus glúteos continuaba, empujándola cada vez más en la silla hasta que la presión contra la madera del asiento se volvió insoportable.

Los minutos se arrastraron como horas. Sofía se quedó quieta, esperando que el final de la clase llegara pronto. Su trasero seguía creciendo y la sensación era tanto dolorosa como humillante. La magia de Lucía estaba cumpliendo su cometido: hacerla sentir totalmente impotente.

Cuando finalmente sonó la campana que indicaba el final de la clase, Sofía sintió un alivio momentáneo. Intentó levantarse con rapidez, esperando que el movimiento ayudara, pero fue inútil. La silla estaba firmemente adherida a ella. No tenía forma de levantarse sin llevarse la silla con ella.

Los estudiantes comenzaron a salir del aula, y Sofía esperó hasta que el último se hubiera ido antes de intentar moverse de nuevo

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Los estudiantes comenzaron a salir del aula, y Sofía esperó hasta que el último se hubiera ido antes de intentar moverse de nuevo. La profesora se acercó a ella, notando que se había quedado atrás.

—¿Todo bien, Sofía? —preguntó con una sonrisa.

Sofía asintió rápidamente, forzando una sonrisa.

—Sí, solo necesito un momento. Gracias, profesora.

La profesora pareció dudar, pero finalmente salió del aula, dejándola sola. Sofía aprovechó el momento para intentar levantarse de nuevo, pero fue en vano. Sus glúteos seguían pegados a la silla con una fuerza inamovible. Cerró los ojos, respirando hondo mientras intentaba no entrar en pánico.

—¡Lucía! —susurró enojada—. ¡Basta ya con esto!

Pero no hubo respuesta, solo el eco de su propia voz en el aula vacía. Sabía que no tenía otra opción que regresar a casa. Con un suspiro resignado, se levantó de la silla. O al menos, trató de hacerlo. La silla se levantó con ella, pegada firmemente a su trasero.

—Esto no puede estar pasando —se lamentó.

Llevando la silla con ella, salió del aula. Afortunadamente, los pasillos estaban casi vacíos, y Sofía trató de caminar lo más rápido que pudo hacia la salida, con la silla golpeando contra sus piernas a cada paso. Cada golpe era un recordatorio de su humillación y de cómo Lucía tenía el control total sobre su destino.

El trayecto a casa fue un desafío constante. Cada paso era incómodo, y el peso de la silla hacía que todo fuera aún más difícil. Sofía sintió que todos los que pasaban la miraban con curiosidad, aunque la mayoría de las personas parecían demasiado absortas en sus propios asuntos para notar la extraña escena.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, llegó a su casa. Tan pronto como cruzó la puerta, la silla finalmente se soltó de su trasero y cayó al suelo con un ruido sordo. Sofía jadeó, aliviada de que el castigo hubiera terminado por el momento. Pero la vergüenza y la frustración seguían ahí.

Se dejó caer en el sofá, exhausta y furiosa.

—Esto tiene que parar —se dijo a sí misma—. No puedo seguir así.

Pero en el fondo, sabía que mientras Lucía tuviera el control, ella seguiría enfrentándose a estos castigos. Y con cada día que pasaba, se volvía más evidente que Lucía no tenía intención de detenerse pronto.

EL CASTIGO DEL INFIELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora