Capítulo 43

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MIRIEL

La mentira que había sembrado en la habitación ya estaba dejando sus raíces, sobre todo en ella. Porque supo desde que puso un pie su alcoba que iba a intentar matarlo esa misma tarde.

Podría vivir con las incógnitas o incluso, una vez que el plateado estuviera fuera del tablero, quizás podría disponer de fichas que fueran menos impertinentes y misteriosas que él. A veces Miriel sentía que su especialidad era columpiarse entre el fino espacio de la verdad y la mentira. Y ante la duda, que corra la sangre.

Él estaría la tarde en su despacho, no lo había dicho explícitamente pero ya mencionó la noche pasada que tendría que dedicarle más tiempo a sus deberes reales. Seguramente hubiera guardias apostados en la puerta así que tenía que crear una distracción, algo que los sacara de allí lo suficientemente rápido como para que no se pararan a pensar en su rey. Aunque no podía olvidarse tampoco de su mano derecha, la que básicamente estaba pegada a su cuerpo día y noche, ¿Dormirían juntos también?

Miriel extendió sobre la cama el mapa del lugar y al carecer de tinta o cualquier clase de pluma, recurrió a la propia ceniza de una vela casi apagada para marcar los puntos en los que se acordaba que había guardias. En su habitación no había apenas luz durante todo el día, pero la oscuridad tampoco la inquietaba. Sólo utilizaba las velas cuando necesitaba encontrar o coger algo.

Su cabeza se giró con el sonido de la puerta y escasos segundos después Haivyn entró con un vestido que debía ser nuevo o al menos a Miriel no le sonaba.

— ¿Necesita algo, señorita Miriel? —Preguntó y la mirada de la joven bronceana se alternó varias veces entre el mapa y la criada.

—Pues ahora que lo mencionas no me vendría mal una ayuda. —Le sonrió.

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Desde el principio hubo una voz, probablemente la de la conciencia, diciéndole que todo era demasiado precipitado y que podía destruir cualquier posibilidad que tuviera de acabar con él.

Sin embargo, esa voz era sofocada por la de la propia Miriel a la que improvisar nunca le había salido mal.

Su espalda estaba en pleno contacto con la pared de piedra, helada. Y el vestido de criada no la protegía lo suficiente.

No había explorado demasiado aquella ala dedicada únicamente a la familia real y se sorprendió un poco al ver que la puerta en la que se encontraba el supuesto despacho del rey —la única de la que había memorizado la localización—no estaba protegida por ningunos guardias. Los únicos hombres que había visto apostados en aquella planta era en las escaleras y ella había pasado por ellas con la cabeza baja y con unos trapos y un cubo, como si simplemente fuera a limpiar.

Ahora sólo le quedaba esperar. Esperar a escucharlo.

Un grito de alguna noble resonó en las estancias, aunque viniera de la planta inferior. No tardó en escuchar los pasos de los guardias bajar a toda prisa por las escaleras.

Esa era su señal.

Se precipitó rápidamente hacia el despacho asegurándose de que llevaba las dos dagas encima. Era buena peleando, si el estirado que le acompañaba estaba por allí se lo cargaría también. El fin justificaba los medios.

Sólo serían dos personas por multitudes inocentes que habían muerto antes.

Abrió la puerta rápidamente.

La mirada de él estaba fija en el papeleo que tenía sobre la mesa. Antes de que pudiera levantarla, Miriel ya le había puesto una daga sobre la garganta. Obligándolo a que mirara hacia arriba.

—Vaya, esta vez este cuchillo está más afilado. —Fue toda su respuesta. No estaba asustado. Estaban solos en aquella sala, las únicas respiraciones que se encontraban mezclándose en el aire eran las suyas. ¿Cómo podía estar tan tranquilo?

—Voy a matarte.

— ¿En serio? No me había dado cuenta. Incluso, no te había reconocido con ese cambio de atuendo. Si quieres trabajar para mí sólo dilo, puedo buscarte un buen puesto en cocinas, ¿Sabes cocinar? —Miriel presionó la daga aún más a su cuello dejando que un hilo de sangre recorriera su garganta.

—Nunca trabajaré para un rey como tú. —Masculló furiosa.

—De acuerdo, deja que firme el último escrito y acabas con mi vida. —Su expresión fue de confusión total mientras que él dibujaba otra sonrisa.

— ¿Qué?

—Que al menos me dejes terminar mi último escrito. —No borró aquella sonrisa y Miriel presionó la daga aún más, para sólo conseguir que él frunciera el ceño. Aún divertido.

— ¿Te importa tan poco tu vida? —Gruñó. La expresión de Kallen se tornó completamente aburrida. En apenas dos movimientos y aún sentado, desarmó a Miriel.

Mientras ella estaba hablando él debía de haber cogido algo del escritorio, la bronceana no sabía el qué exactamente. Le golpeó el hombro haciendo que su mano —aquella con la que sujetaba la daga— también se moviera, antes de que pudiera volver a ponerla en su garganta, se la arrebató.

Miriel fue rápida para sacar su otra daga, pero él echó su silla unos centímetros hacia atrás, consiguiendo el suficiente espacio como para sujetar la mano que amenazaba con cortarle y para lanzar una patada a su estómago, que le hizo perder el equilibrio y la mandó unos pasos hacia atrás.

—Patético —contestó observando la daga que se había quedado entre sus manos y le dirigió una mirada alzando una ceja hacia ella—. Se supone que eres la hija de un luchador... Esperaba más, ¿Qué has hecho cómo distracción?

—He cogido un cordero muerto que ya estaba abierto y lo he dejado en uno de los pasillos en los que están tus queridas nobles.

— ¿En serio? ¿Me estás diciendo que no sólo ha sido patético cómo me has querido matar, sino que encima has cometido el error de principiante de meter a gente en tu plan? Pensaba que actuabas sola y ahora has metido a las suficientes personas en el ajo como para que tenga que despedir a varios cocineros inocentes y acusarlos de haber intentado gastarles una broma pesada a los nobles, lo que probablemente los lleve a juicio... ¿Intentas honrar las muertes de inocentes llevándote las vidas de otros a cambio? —el rey negó con la cabeza mientras aún observaba la daga. Después la tiró a los pies de la joven—. Haz el favor de tener más paciencia y si me vas a dar guerra, que sea una buena. No despediré a tu criada, pero desde luego alguien pagará por este desastre. Y ambos sabemos que no serás tú —se levantó y cogió la otra daga que había caído al suelo para tirarla de nuevo cerca de ella—. Si me disculpas sigo teniendo cartas que responder. —Señaló la puerta.

En absoluto silencio Miriel salió de allí.

Una voz que le repetía de forma constante que había cometido un error. Sin embargo, no la tomaba en serio y eso era un buen disfraz.

Pero esperaría, no podría frenar su odio hacia él, no podría contenerlo. Pero esperaría.

No al momento perfecto, sino al plan perfecto.


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