Capítulo 82

6 1 0
                                    

KALLEN

Kallen odiaba admitir que a veces la corona pesaba demasiado. Que sentía el delicado y transformado metal demasiado ajustado, que las joyas se caerían igual de rápido que podía hacerlo su confianza, que el brillo que ahora se observaba en aquella pieza era la misma ilusión a la que se había aferrado desde pequeño; pero lo peor es que su corona y su corazón no eran de la misma condición. La primera era inoxidable, la segunda ya había perdido su brillo.

Su corazón estaba oxidado, sus arterias bombeaban cada vez con menos presión, sus latidos eran débiles y se convertían en ecos al rebotar con las paredes de aquella prisión. Se relamió los labios buscando una sensación que ya había vivido, una que se había convertido en una amiga. Cerró los ojos, disfrutando del escenario que se podía observar así. Quizás la oscuridad era la tortura para la princesa dorada, pero él se sometería a ella miles de veces. Amar la luz de alguien es fácil, amar su sombra, su oscuridad es otra historia que muchos no se atreven a contar. La penumbra era su hogar, sin miradas, sin susurros, sin rumores, sin títulos, sin miedos... Al final del día esas tinieblas y él tenía algo en común: ambos ocultaban muchos secretos.

Al mirarse al espejo, no tuvo miedo de lo que veía. El reflejo de un chico que apenas era un hombre, de mirada profunda, de presencia embriagadora. ¿Qué pasará después? ¿Se caerán las piezas y encajaran en su sitio? Miriel siempre le hacía muchas preguntas y él aún acumulaba otras tantas. Ambos habían tenido el mismo tiempo para pensarlas, años y noches en vela en un mismo reino pero con vidas que nada tenían que ver en apariencia. Sin embargo, el cerebro de Kallen traicionaba mucho más al rey que el corazón de la guerrera a Miriel. Si había dos personas de él, se regían por reglas que un niño luchó por entender, contra las que aún un adolescente intenta luchar contra y que un adulto se resignará a aceptar.

"Esto es lo que soy. Esto es lo que siempre he sido". Sólo había negros y blancos en su historia, lo único gris que el podía tener era su reino plateado. Se asomó a la ventana y dejó que el frío le diera un abrazo invernal. "Esto es mío. Nadie me lo quitará". Observó los bosques frondosos que se dibujaban a lo lejos, los caminos de tierra, las señales de que una ciudad a lo lejos comenzaba a despertarse. Todo parecía igual que hace un año, pero había algo diferente aquella mañana.

Estar solo siempre había sido una decisión y aun así temía que algún día se convirtiera en una condición. Por eso dejaría que el juego siguiera su curso, por eso estaba dispuesto a perder alguna que otra partida, porque la oscuridad siempre sería su dominio y en ella siempre saldría victorioso.

Faltaba poco tiempo para que el desayuno comenzara, pero se pasó primero por su despacho. Era plenamente consciente de que tendría que pasar más tiempo con los invitados. Por supuesto les había proporcionado cualquier cosa que hubieran pedido y no era ajeno a aquellas reuniones que a veces tenían en los jardines o en algunas estancias de palacio. Una parte de él sabía que por mero protocolo debería dar la cara al menos, otra parte de él no tenía ganas de soportar como ellos no serían capaces de orientar sus rostros en su dirección.

— ¿Me ha mandado llamar, majestad? —Al ver a Asher se mostró plenamente transparente. Le dirigió una mirada gélida, de esas que podían perfectamente congelar el corazón de alguien y tampoco reprimió nada del odio que brotaba a través de su piel.

—Asher, ¿Quién soy yo?

—Su majestad. El rey del Reino de Plata.

— ¿Y quién eres tú?

—El conde de Ezüst. —Kallen asintió.

—Bien, veo que no te cuesta entenderlo... ¿Sabes cuánto me llevaría quitarte ese título y esas tierras? Ni medio minuto. ¿Sabes cuánto me llevaría mandarte a la cárcel? Unos treinta segundos para que vengan los guardias que hay en el pasillo. ¿Sabes cuánto me llevaría ejecutarte? No más de diez segundos.

—Pero, majestad... —Kallen alzó una mano para hacerlo callar.

—En ningún momento te dije que deberías traer a la reina dorada a mi castillo. A mi reino. —Tras su encuentro con Amice, comenzó a poner a todos sus posibles informantes en marcha. No le costó encontrar una fuerte conexión entre el camino que la reina había seguido y las tierras del conde. Lo habría averiguado más rápido si Dusan hubiera estado allí. Había pensado en él más de una vez aquella noche.

—Ella ya estaba en camino, majestad, fue mi ayudante quien se equiv-

— ¡Me da igual! Si quieres obedecer leyes de oro, te reportaré como un traidor y te marcharás. Yo soy la autoridad. Yo soy la ley. Tú sólo eres un chico con poca hombría que se recarga en un título para conseguir todo lo que quiere, pero ni siquiera ha podido coger una espada en toda su vida. Dices ser un hombre de palabra pero juegas a dos bandos con el consejo y conmigo a ver cuál de los te favorece primero. Te lo dejaré claro: no eres suficientemente inteligente para seguir escalando en el consejo y desde luego nunca serás un hombre de mi confianza.

—Con todo mi respeto, majestad, sólo dejé que la reina viniera porque pensé que sería perfecto para su enlace con la princesa Elsbeth.

— ¿Qué enlace, conde? No hay enlace. La princesa está comprometida.

—Pero la reina entenderá que usted como marido será mucho más beneficioso que cualquier otro conde o duque. —"No me importa eso. Me importa ella. Su consentimiento". Supo en aquellos instantes que debía cambiar de estrategia.

— Pasa usted mucho tiempo por aquí para tener a su mujer embarazada. —El conde se sorprendió por el cambio de tema. Las debilidades de cada uno eran fascinantes, tirar del hilo—. Sería una pena que sufriera un grave accidente, ¿No cree? —Kallen arqueó una ceja.

—Yo... —El miedo no asomó, sólo la duda.

—También me consta que usted se encaprichó de ella y su matrimonio fue... ¿Cómo decirlo? Algo forzado... —Ahí estaba. No le importaba perder a su esposa—. Creo que si a la joven le dieran la opción de un divorcio, aceptaría, ¿No cree usted? —Pero el repudio social era otra historia. Los susurros, los murmullos, el infame qué dirán.

—Los divorcios no están permitidos por ley, su padre los prohibió. —El tono de voz lo delataba. Se acordó de Elsbeth, de cómo ella habría encontrado aquella debilidad mucho antes que él.

—Pero la religión sí lo permite y para cambiar la ley ya estoy yo. —Asher tragó saliva.

— ¿Qué quiere que haga, majestad? —"Estaría bien un suicidio" pensó.

—Que se aleje, que renuncie a su puesto en el consejo y que no ponga demasiadas trabas cuando su mujer se divorcie. —Asher no se atrevió a nada más que asentir y salió del despacho. A pesar de que sabía que se iría se aseguraría de mantener un ojo sobre él.

Una sonrisa se dibujó sin querer en los labios del rey. Tendría que aprobar una ley de divorcio, pero no debería ser demasiado complicado. Ya era existente antes del mandato de su padre. Un hombre que había perdido la cabeza, y no por poder exactamente.


Promesas de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora