CAPITULO 20: No poder confiar

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La puerta se abrió lentamente, y la primera impresión que tuve fue el aroma a madera y cuero que impregnaba el ambiente. La casa de Guido era exactamente lo que había imaginado: masculina, sobria, pero con un toque de desorden controlado. Las luces se encendieron y, al mirar a mi alrededor, cada detalle parecía contar algo sobre él, una mezcla entre quien quería ser y quien realmente era.

El living era amplio, con un sofá de cuero negro desgastado por los años, que ocupaba casi toda una pared. Frente a él, una mesa baja de madera rústica, con algunas marcas que revelaban que no era nueva, pero que claramente era parte de su estilo. Al lado, una guitarra apoyada en un rincón, con cuerdas algo viejas y gastadas, como si hubiese sido tocada miles de veces y dejada allí en un impulso. Sobre la mesa, había una taza de café a medio terminar y un par de revistas de música desparramadas sin mucha organización, como si hubiera estado leyendo algo y de repente lo hubiera dejado.

Las paredes estaban decoradas de manera minimalista, con algunas fotografías en blanco y negro de viejas bandas de rock y una que otra obra de arte abstracto que, sin duda, había sido elegida por él mismo. Nada parecía estar puesto al azar. Una estantería de libros, que mezclaba biografías de músicos y novelas, se alzaba en un rincón, con algunos tomos caídos en ángulos extraños, sugiriendo que el orden no era su prioridad absoluta.

Dejé mi campera sobre el sofá de cuero, y sentí su presencia detrás de mí, observándome mientras yo recorría la habitación con la mirada, tomando nota de cada detalle. Lo miré de reojo y vi cómo se sacaba el abrigo y lo dejaba al lado del mío, sus movimientos casi mecánicos. Escuché el sonido de las llaves al caer sobre la mesa, y sin decir una palabra, desapareció por unos segundos, probablemente hacia la cocina.

Aproveché su ausencia para husmear un poco. Había algo en la casa que, aunque ordenada, denotaba cierta espontaneidad. Prendas casualmente olvidadas, una taza fuera de lugar, pero nada que gritara caos. Mi mirada se detuvo en una estantería, donde los libros llamaron mi atención. Filosofía... no me lo hubiera esperado. Quizás algún libro de música, tal vez biografías de otros artistas, pero había algo en esos textos que le daba otra dimensión.

Cuando lo sentí volver, me di vuelta justo para verlo aparecer con una botella de vino y dos copas en la mano. Sonreí, medio sorprendida.

—¿Lees? —pregunté con curiosidad, intrigada por ese lado de él que no conocía.

Guido se acercó, sirviendo el vino en ambas copas con movimientos calmados, casi estudiados. Me entregó la mía y se acomodó cerca.

—Sí, hace mucho que leo —respondió, como si no fuera la gran cosa.

Lo observé un segundo, tratando de imaginarlo en silencio, concentrado en un libro en lugar de en un escenario, y esa imagen no terminaba de encajar. Pero había algo en esa dualidad que me atraía más aún.

Bebí un sorbo del vino, sintiendo cómo el calor me recorría mientras seguía observando cada rincón de la casa. Era imposible no notar los detalles que hablaban de él, de su vida y de lo que no decía. Había algo intrigante en cada esquina.

—¿Te puedo preguntar algo? —dije sin mirarlo directamente, fingiendo que seguía interesada en la decoración.

Guido asintió, sin más. Se notaba cómodo, o por lo menos no a la defensiva.

—¿De qué trabajás? —pregunté al final, sabiendo que la pregunta era justa. La casa, con sus toques de lujo y buen gusto, no parecía el hogar de alguien que estuviera simplemente "sobreviviendo".

Él se tomó un segundo antes de responder, como si midiera sus palabras, y luego habló con esa voz profunda y rasposa que tanto me afectaba.

—Sigo cobrando los derechos de autor de lo que hacía —explicó sin darle demasiada importancia—. Y cobré plata del juicio.

Cicatrices en el pentagrama (GUIDO SARDELLI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora