Con los nervios acumulados que me generaba la situación, me acerqué lentamente y me coloqué a su lado, observando los discos mientras buscaba uno en particular. Cuando Guido se dio cuenta de mi presencia, lo escuché maldecir en voz baja con evidente molestia. Su peso se recargó en una de sus caderas mientras se volvía completamente hacia mí, su expresión tan fría como de costumbre.
—¿Vos de vuelta? —dijo, con un tono que denotaba su irritación.
—Qué gustos parecidos que tenemos. ¿Qué te gusta escuchar? —mantuve mi mirada fija en los discos, tratando de obtener algo de información sobre él mientras el buscaba una respuesta. Sin embargo, sabía que jamás podría ser más astuta que él en estos juegos de ingenio.
—Flaca, ¿qué tengo que hacer para que me dejes de romper los huevos? —su frustración era evidente y se podía notar en la forma en que elevaba la voz.
Levanté mi mirada hacia él, y de repente, se abrió un mundo de posibilidades ante mí.
—Un café.
—¿Un café? —su sorpresa era palpable—. Si querías salir conmigo y coger, me lo hubieses dicho de arranque.
El comentario me dejó completamente descolocada. En lugar de sentir rechazo, una oleada de nervios recorrió todo mi cuerpo, haciendo que mi rostro se tiñera de un rojo intenso. La idea, aunque audaz y inesperada, me hizo sentir más incómoda de lo que esperaba. Intenté mantenerme firme, pero sabía que mi rubor traicionaba mi nerviosismo.
Solté una risa y negué con la cabeza.
—No, quiero charlar... sobre mi tesis.
—Ya te dije que no te voy a contar mi vida —insistió, elevando aún más la voz.
—Entonces no me la cuentes, contame qué haces ahora y ese tipo de boludeces —insistí, intentando sonar más persuasiva—. Como si quisieras ser mi amigo.
Guido soltó una risa repentina, una risa que hizo que todos mis sentidos se agudizaran, no solo para escuchar esa característica risa sino para ver su sonrisa, irónica pero rara vez visible.
—No quiero ser tu amigo.
—Si aceptas, no te hablo nunca más —prometí, aunque sabía que mi historial de promesas no era el mejor.
Guido dudó durante unos segundos, y finalmente, suspiró.
—Nunca más.
Sonreí victoriosa y, con un gesto de triunfo, tomé el disco que estaba buscando y se lo entregué.
—Es muy bueno, te lo recomiendo.
Guido, aún dudoso, tomó el disco mientras nos dirigíamos hacia la caja para pagar. La transacción, aunque simple, marcaba el inicio de un pequeño cambio en nuestra dinámica.
Nos acercamos a la puerta, y él se detuvo en seco.
—¿A dónde querés ir? —preguntó, mirándome con curiosidad.
—¿Mi casa? —sugerí, tratando de sonar lo más cálida y relajada posible—. Hago los mejores cafés del mundo.
La expresión de extrañeza que le cruzó el rostro me confirmó que no esperaba para nada esa respuesta.
—¿No me conocés y me vas a meter en tu casa...? —respondió, sorprendido.
—¿Qué vas a hacer? ¿Matarme? Me hacés un favor, así dejo de pensar en la puta tesis —dije rápidamente, en tono de broma, pero apenas las palabras salieron de mi boca, me arrepentí. Mi chiste, brutalmente honesto, tocaba un tema sensible, uno que los dos conocíamos bien.
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Cicatrices en el pentagrama | GUIDO SARDELLI
RomanceMeret, de 25 años, está decidida a hacer una tesis que marque la diferencia en su carrera universitaria en artes musicales. Su idea de grandeza surge cuando decide investigar a Guido, un músico retirado que fue acusado de asesinato y cuya carrera se...