Nos sentamos en el auto, el aire frío filtrándose por las ventanas mientras la música de la fiesta retumbaba a lo lejos. La gente seguía caminando afuera, ajena a lo que ocurría dentro del auto. Yo apenas podía recuperar el aliento, todavía sintiendo el peso de lo que acababa de pasar. Guido no apartaba los ojos de mí, impaciente, su mano en el volante y su cuerpo inclinado hacia mí, como si esperara una respuesta que no podía seguir retrasando.
—Meret, ¿qué pasó? —insistió, esta vez con más urgencia—. ¿Qué te dijo?
Lo miré, todavía aturdida, mis palabras se sintieron como una confesión—. Me dijo que estuviste involucrado en el crimen... —hice una pausa, tragué saliva, el miedo se apoderaba de mi voz—. Y que no sos bueno en una historia mala. Que sos culpable.
El impacto de mis palabras fue inmediato. Pude ver cómo su cuerpo se tensaba, cada músculo endurecido bajo la presión de mis acusaciones. Sus cejas se fruncieron, y parecía estar luchando internamente, buscando las palabras adecuadas. Era como si en su mente se desatara una tormenta de pensamientos mientras intentaba encontrar una respuesta que nunca había querido dar.
—Guido... —susurré, casi suplicante—. ¿Qué pasó? Tenés que decírmelo.
Su mirada se apartó de la mía. Llevó los dedos a sus labios, pensativo, mirando hacia el vacío como si ahí pudiera encontrar alguna respuesta que aún no había formulado.
—¿Le creíste? —fue lo único que pudo decir, su voz más grave, casi apagada por la carga de la pregunta.
—¿Qué? —pregunté, confusa.
Guido se giró hacia mí de nuevo, su mirada intensa, casi penetrante.
—Que si le creíste a Patricio —repitió, su voz tensa, buscando alguna señal de que todo lo que él temía no era real.
Sentí el peso de su pregunta sobre mí, como si la respuesta pudiera definir el rumbo de todo lo que estábamos viviendo. Sabía que esa respuesta era más complicada de lo que parecía.
La tensión en el auto era palpable, como si el aire alrededor nuestro se hubiera espesado con cada segundo que pasaba sin una respuesta. Mi corazón latía desbocado, la adrenalina aún corriendo por mis venas después de lo que había pasado y ahora, frente a Guido, parecía imposible calmarme. Su mirada me escrutaba, pero yo no estaba dispuesta a dejar que él controlara la narrativa.
—¿Le tengo que creer? —le pregunté, mis palabras salieron más firmes de lo que esperaba, pero sentía la necesidad de desafiarlo. Cada parte de mí buscaba alguna señal, algo que me diera una pista sobre la verdad. Mi mirada se aferró a la suya, tratando de penetrar cada capa de su ser, como si en ese momento se definiera algo más grande que nosotros dos.
Guido giró la cabeza hacia mí, con una mezcla de frustración y agotamiento en su rostro. No era la respuesta que esperaba.
—No me des vuelta las cosas —replicó, su voz cargada de impaciencia—. ¿Le creíste o no?
Mi respiración seguía agitada, no solo por lo que había pasado momentos antes, sino por lo que estaba ocurriendo ahora, por la incomodidad y el desconcierto que me atravesaban. Cerré los ojos por un segundo, intentando calmar el caos dentro de mí, pero cuando volví a mirarlo, las palabras salieron antes de poder detenerlas.
—No sé nada de vos, Guido... —mi voz temblaba, cargada de una mezcla de miedo y dolor—. No te conozco.
Vi cómo su expresión se cerraba, sus ojos se oscurecían mientras asentía con la cabeza, como si eso fuera todo lo que necesitaba escuchar. Como si esa afirmación le confirmara algo que había estado temiendo todo este tiempo.
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Cicatrices en el pentagrama | GUIDO SARDELLI
Roman d'amourMeret, de 25 años, está decidida a hacer una tesis que marque la diferencia en su carrera universitaria en artes musicales. Su idea de grandeza surge cuando decide investigar a Guido, un músico retirado que fue acusado de asesinato y cuya carrera se...