CAPITULO 13: Y ahora...

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—¿A dónde te pensas que vas? —su voz sonó más baja y con un tono que no pude descifrar del todo. La mano que me sujetaba estaba tensa, y noté cómo su expresión cambiaba sutilmente, revelando un atisbo de preocupación o quizás de conflicto interno.

Me giré lentamente para mirarlo, mis ojos encontrándose con los suyos. Había una mezcla de determinación y vulnerabilidad en su mirada que, por un instante, me hizo dudar de mi decisión de irme. El ambiente a nuestro alrededor, con las luces tenues del planetario y el murmullo de la gente, parecía desvanecerse mientras nos enfrentábamos, atrapados en este momento de fricción y conexión inesperada.

Cuando me di vuelta, nuestros rostros quedaron a centímetros de distancia. El ambiente del planetario parecía detenerse a nuestro alrededor; la gente, los telescopios, las luces tenues y el murmullo lejano se desvanecieron como un eco lejano. Sólo quedábamos él y yo, envueltos en una burbuja de tensión acumulada, de palabras no dichas y sentimientos reprimidos. Mi corazón latía con fuerza, tanto que sentí que él podía escucharlo. Sus ojos, esos ojos fríos que siempre me habían descolocado, ahora tenían un brillo diferente, más intenso, más profundo.

Por un segundo, vi cómo su mirada descendía hacia mis labios, y supe en ese instante lo que iba a pasar. No hubo necesidad de palabras, no de excusas ni de justificaciones. Simplemente sucedió. Guido, ese hombre que siempre parecía tan impenetrable, dio el primer paso. Lentamente, sus dedos, que aún seguían en mi antebrazo, subieron por mi brazo hasta llegar a mi mejilla, acariciándola con suavidad. Sentí un leve estremecimiento recorrerme el cuerpo cuando su mano rozó mi piel, y en ese instante, sin pensarlo, nuestras bocas se encontraron.

El primer contacto fue suave, pero cargado de una electricidad que me recorrió entera. Fue como si todo lo que habíamos contenido, todas las miradas furtivas, las conversaciones cortantes, explotara en ese momento. Sentí su aliento contra mis labios, cálido y urgente. El beso fue profundo casi al instante, como si ambos hubiéramos estado esperando este momento durante mucho tiempo. Mis manos, casi por instinto, se enredaron en sus mechones rubios, notando la suavidad de su pelo recién cortado entre mis dedos. Tiré ligeramente de él, acercándolo más, como si temiera que este instante pudiera desaparecer en cualquier momento.

La intensidad era abrumadora. Todo lo que había sentido, la frustración, la atracción, el deseo, todo se fusionaba en ese beso. Era como una liberación, un momento en el que el mundo dejaba de existir. Su mano, fuerte y firme, se deslizó por mi espalda, atrayéndome hacia él, y sentí el calor de su cuerpo contra el mío. Mi corazón se aceleraba aún más, al ritmo del suyo, y cada segundo que nuestras bocas permanecían unidas era como una descarga eléctrica que recorría mi piel.

El aire a nuestro alrededor parecía vibrar, el murmullo de la gente era ahora solo un zumbido lejano. El cielo oscuro que nos rodeaba, con las estrellas brillando en lo alto, parecía una metáfora perfecta para lo que estaba sucediendo: un momento único, brillante y efímero, como una lluvia de estrellas fugaces que solo podés presenciar una vez en la vida.

Cuando se separó lentamente, pude ver cómo sus ojos buscaban los míos, expectantes, como si estuviera midiendo mi reacción. Pero esta vez no me quedé en silencio ni dudando. Sentí un impulso incontrolable de acortar nuevamente la distancia, y antes de que pudiera decir o hacer algo, volví a besarlo. El momento fue tan natural, tan necesario, que no hubo espacio para el pensamiento, solo para el instinto. Mis labios se encontraron con los suyos con la misma urgencia de antes, pero ahora había algo más: una certeza, un deseo incontenible de que ese beso se repitiera una y mil veces, sin final.

Sus manos, fuertes y seguras, encontraron su lugar en mi cintura, sujetándome con una firmeza que me hizo sentir conectada a él de una forma única. El calor de su toque se extendía por mi piel, haciendo que cada parte de mi cuerpo respondiera a su cercanía. El roce de sus dedos, que subían y bajaban por mi cintura, me llenaba de una mezcla de adrenalina y calma, como si todo lo que hubiera deseado estuviera pasando justo en ese instante.

Cicatrices en el pentagrama | GUIDO SARDELLIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora