CAPITULO 23: El dolor que nos une

111 22 0
                                    

Mientras lloraba en la calle solitaria, la frialdad del pavimento bajo mis pies y el eco distante de mis sollozos eran testigos de una verdad desgarradora que no podía ignorar. Me sentía completamente sola, sumida en una desolación que parecía abarcarlo todo. La rabia y la tristeza se entrelazaban en una maraña de sentimientos que me ahogaban.

Nunca podía alcanzar esa imagen idealizada que mi mamá tenía de mí, un ideal que siempre parecía inalcanzable. Me esforzaba, me sacrificaba, pero cada logro, cada pequeño triunfo, se desvanecía ante la intransigencia de sus expectativas. La idea de que lo que yo consideraba mi pasión y mi propósito en la vida no era suficiente para ella me golpeaba con una intensidad abrumadora. Era como si mi música, el arte que me llenaba y me definía, no tuviera valor real a sus ojos.

Me preguntaba si realmente había algo que pudiera hacer para ganarme su aprobación, si algún día podría estar a la altura de sus estándares. La constante presión por demostrarme, por cumplir con expectativas que parecían moverse siempre más allá de mi alcance, se había convertido en un peso inmenso sobre mis hombros. Cada fracaso o desilusión se sentía como una reafirmación de que, por mucho que intentara, nunca sería suficiente.

En la soledad de la calle, rodeada de sombras y luces parpadeantes, me di cuenta de que no solo estaba luchando por el reconocimiento de mi madre, sino también por encontrar un lugar donde mis elecciones y mi identidad pudieran ser aceptadas y valoradas. Me sentía atrapada entre mi deseo de seguir mi pasión por la música y la necesidad de cumplir con unas expectativas que parecían siempre más allá de mi alcance.

La frialdad de la noche reflejaba la frialdad de sus palabras, esas que a veces se sentían como cuchillos cortantes, y cada lágrima que caía era un reflejo de la profunda frustración y tristeza que sentía. Me preguntaba si alguna vez podría encontrar una forma de reconciliar mi vida con sus expectativas, o si, al final, siempre estaría condenada a sentirme insuficiente, atrapada en una búsqueda interminable de una aprobación que nunca llegaría.
Me detuve en medio del puente, el frío metálico bajo mis manos contrastaba con el calor de mis lágrimas. La oscuridad del agua abajo se reflejaba en mi estado emocional, un mar profundo de inseguridades y desolación. Miré cómo una lágrima solitaria caía y se desvanecía en el agua distante, arrastrada por las corrientes invisibles. Esa simple gota parecía llevar consigo todo el dolor y la tristeza que sentía en mi interior.

Pensaba que nunca iba a ser suficiente para nadie, que mis esfuerzos y mis pasiones no eran más que ecos lejanos en la vasta indiferencia del mundo. La sensación de no ser valorada, de que mi música y mi ser eran invisibles a los ojos de aquellos que me rodeaban, me invadía con una intensidad dolorosa. Me preguntaba si alguna vez habría alguien que reconociera y aceptara lo que realmente soy, o si siempre estaría atrapada en esta lucha constante por alcanzar una aprobación que parecía inalcanzable.

La imagen de mi madre y sus palabras despectivas seguían resonando en mi mente, como un eco cruel que amplificaba mis inseguridades. Me sentía como si mi valor estuviera intrínsecamente ligado a su aceptación, y la falta de reconocimiento de su parte me dejaba en una profunda oscuridad emocional. El puente y el agua abajo se convirtieron en metáforas de mi estado interior: una barrera entre lo que era y lo que deseaba ser, y un abismo de inseguridades que parecía infinito.

Cuando ya empezaba a resignarme a la idea de que mis dudas y sentimientos nunca encontrarían una respuesta, una voz resonó detrás de mí, rompiendo la profunda soledad del puente. Era una voz familiar, la última que esperaba escuchar en ese momento de angustia.

—¿Sos tan dramática como para venir a llorar a un puente? —dijo Guido con un tono que parecía mezclar sorpresa con su característico humor mordaz.

Apreté los dientes y traté de aclarar mi garganta, intentando recuperar algo de compostura. Me apoyé en la baranda del puente, la fría superficie metálica presionando contra mi piel, mientras me giraba para enfrentar al rubio que más que una ayuda, parecía ser una maldición en ese momento tan pesado de mi día.

Cicatrices en el pentagrama (GUIDO SARDELLI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora