El límite

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Cassandra regresó a casa después del baile, con la mente revuelta por todo lo que había sucedido. La sonrisa que había mantenido durante la velada se desvaneció tan pronto como cruzó el umbral de la mansión Ravenwood. Sabía que algo estaba mal, lo sentía en la tensión del aire, en la mirada afilada de su padre cuando entró al salón.

—Cassandra —dijo Richard Ravenwood en cuanto la vio—, ven aquí.

Había una oscuridad en su tono que la hizo estremecerse. Cassandra obedeció sin decir palabra, manteniendo la cabeza en alto como siempre lo hacía, a pesar de que su corazón latía con fuerza en su pecho.

—¿Qué es lo que crees que estás haciendo? —la voz de su padre era baja, pero estaba cargada de veneno.

—No sé a qué te refieres, padre —respondió ella con calma, tratando de mantener su compostura.

—No te hagas la tonta conmigo —espetó él, dando un paso hacia ella—. He visto cómo coqueteas con Anthony Bridgerton, cómo juegas a dos bandas con ese Stanton. ¿Te divierte? ¿Es un juego para ti?

Cassandra sintió cómo la rabia y el miedo se mezclaban dentro de ella. Quiso responderle, defenderse, pero sabía que cualquier palabra que dijera solo empeoraría la situación. Richard Ravenwood no era un hombre que aceptara la desobediencia, y menos aún de su hija.

—No tienes idea de lo que estás haciendo —continuó él, acercándose peligrosamente—. Te he dado todo, Cassandra. Todo. Y así es como me pagas, jugando con la reputación de esta familia, avergonzándome delante de toda la sociedad.

—Yo no te avergüenzo —dijo finalmente, alzando la voz más de lo que había planeado. Sabía que eso solo lo enfurecería más, pero estaba cansada de callar—. Tú eres el que se avergüenza de sí mismo. No de mí.

El golpe llegó antes de que pudiera prepararse. Un puñetazo seco en la mejilla que la hizo tambalearse. El dolor fue instantáneo, pero no gritó, no derramó ni una lágrima. Simplemente se enderezó y lo miró a los ojos.

—No tienes ni idea de lo que dices —gruñó Richard, y esta vez le asestó otro golpe, en el estómago.

Cassandra se dobló por el impacto, luchando por respirar. Escuchó el llanto ahogado de su hermano pequeño, Edward, en algún lugar de la habitación, y luego los sollozos desesperados de su madre, intentando intervenir.

—¡Basta, Richard, por favor! ¡Detente! —suplicaba su madre, tratando de separarlo de Cassandra.

Pero él estaba fuera de control. La golpeó una y otra vez, y esta vez el dolor era insoportable. Su vista se nublaba y sus oídos zumbaban. A duras penas escuchaba las palabras de odio que su padre lanzaba como dagas envenenadas.

—Eres una consentida —escupió, sujetándola por el brazo con fuerza—. Me avergüenzo de ti. ¡Debería haberte casado hace años! ¡Eres una desgracia para esta familia!

Finalmente, la soltó, dejándola caer al suelo como si fuera una muñeca rota. Cassandra yacía allí, jadeando, tratando de recuperar el aliento. Sentía todo su cuerpo arder de dolor, pero lo peor era la humillación, la impotencia de no poder hacer nada contra él.

Richard se alejó, soltando un bufido de desprecio. Cassandra vio cómo su madre se arrodillaba a su lado, llorando silenciosamente mientras intentaba consolarla.

—Lo siento... lo siento tanto... —murmuraba su madre, acariciando su cabello.

Pero Cassandra no dijo nada. No podía. No quedaba nada dentro de ella en ese momento, excepto el dolor y una creciente sensación de desesperanza.


Esa noche, después de asegurarse de que todos en la casa estaban dormidos, Cassandra se levantó lentamente de la cama, cada movimiento acompañado de un dolor agudo que recorría su cuerpo. Se miró en el espejo; su rostro estaba lleno de moretones y cortes. Las lágrimas que había contenido durante tanto tiempo comenzaron a deslizarse por sus mejillas.

No podía quedarse allí. No podía soportarlo más.

Con un esfuerzo sobrehumano, fue hasta la habitación de Lucy y la despertó suavemente.

—Lucy... —dijo en voz baja, susurrando como si temiera que su padre pudiera escucharla desde cualquier rincón oscuro de la mansión—. Necesito que llames a Dominic. Dile que prepare el carruaje. Debo salir... necesito hacer una visita.

Lucy se frotó los ojos, adormilada, pero cuando enfocó su mirada en el rostro herido de Cassandra, su expresión cambió al instante.

—¡Mi lady! ¿Qué ha sucedido? —preguntó con horror en su voz, mientras se levantaba de la cama con rapidez.

—Por favor, Lucy, no preguntes ahora. Haz lo que te pido... por favor. No puedo quedarme aquí.

Lucy, aunque visiblemente preocupada, asintió con rapidez y salió corriendo para cumplir la orden de Cassandra. Minutos después, Dominic había preparado el carruaje, y Cassandra se cubrió con una capa oscura antes de salir a la fría noche. Apenas sentía el aire en su rostro, el dolor en su cuerpo nublaba sus sentidos, pero sabía que necesitaba alejarse de esa casa. Necesitaba ver a Anthony.

El trayecto hacia la casa de los Bridgerton fue silencioso, cada sacudida del carruaje era como una puñalada en sus costillas. Cuando finalmente llegaron, Cassandra bajó con cuidado y, mirando hacia las ventanas iluminadas de la imponente casa, tomó una decisión. Recogió algunas pequeñas piedras del suelo y las lanzó hacia una ventana del segundo piso, con la esperanza de que fuera la correcta.

Después de unos momentos de silencio, la figura de Anthony apareció en la ventana. Sus ojos se encontraron, y aunque no podía ver su expresión claramente, sintió que su corazón latía con fuerza. Bajó apresuradamente las escaleras, su rostro reflejaba una mezcla de sorpresa y alivio al verla allí. Pero cuando se acercó más y vio las heridas en su rostro y cuerpo, su expresión cambió al instante. El miedo y la preocupación inundaron su rostro.

—Cassandra... —susurró Anthony, casi sin aliento. La tomó por los hombros con suavidad—. ¿Qué te ha pasado?

Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, y antes de que pudiera decir algo, Anthony la envolvió en un abrazo protector, sujetándola como si temiera que fuera a romperse en sus brazos.

—Te han hecho daño... —su voz temblaba—. ¿Quién te ha hecho esto? ¿Cómo no pude protegerte?

Cassandra apoyó la cabeza en su hombro, sintiendo el calor de su cuerpo, la seguridad que tanto había anhelado.

—No... no podía quedarme allí —susurró, tratando de contener las lágrimas—. Necesitaba verte... necesitaba estar lejos de él...

Anthony la sostuvo con más fuerza, sus propias lágrimas amenazando con desbordarse. La imagen de Cassandra herida y vulnerable lo destrozaba por dentro. Durante tanto tiempo había tratado de ignorar lo que sentía por ella, de reprimirlo, pero en ese momento, la necesidad de protegerla era lo único que importaba.

—No volverás a ese lugar —dijo con determinación—. No permitiré que te hagan daño otra vez. Quédate aquí... conmigo. Por favor, Cassandra.

Ella lo miró a los ojos, viendo la sinceridad y el dolor en su rostro. La calidez de sus palabras y la fuerza de su abrazo la hicieron sentir, por primera vez en mucho tiempo, que no estaba sola.

—¿Por qué no te das cuenta? —dijo con un hilo de voz—. Siempre he querido estar cerca de ti... desde el principio. Pero también he tenido miedo... miedo de lo que significaría.

Anthony acarició su rostro con suavidad, limpiando las lágrimas que aún corrían por sus mejillas.

—Lo sé... yo también he tenido miedo. Pero ya no más, Cassandra. Ya no más.

Se quedaron en silencio durante unos segundos, abrazados en la oscuridad de la noche, sin necesidad de decir más palabras. En ese momento, el mundo exterior desapareció, y lo único que importaba era el latido constante del corazón de Anthony junto al suyo.

—Te llevaré dentro —dijo finalmente, con suavidad—. Estás a salvo aquí.

Cassandra asintió y, con su ayuda, entró en la casa Bridgerton, dejando atrás la oscuridad que la había perseguido por tanto tiempo.

Solo una Ravenwood (Anthony Bridgerton)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora