Narra richard
Estaba sentado junto a Lucho y Carrascal en un bar, bebiendo como si eso fuera a arreglar todo el desastre que había hecho. Intentaba distraerme, pero no podía. Miraba mi vaso, perdido en mis pensamientos, sin escuchar nada de lo que hablaban. Las luces del lugar se sentían casi irreales, y el peso en mi pecho se hacía más fuerte con cada segundo.
"Ya, suéltela, hermano," me decía Lucho de vez en cuando, pero ni él ni nadie entendía. Nadie entendía que había perdido a la mujer que quería, y todo por mi propia culpa.
En eso, Lucho pasó a Instagram y, sin querer, apareció la historia de ella, de Emma, en un caballo, junto a Andrés. Mi estómago se revolvió, y la rabia volvió, intensa, como un golpe. Le quité el teléfono sin pensarlo y vi la ubicación. Ni me lo pensé. Agarré las llaves, ignorando las voces de mis amigos, y salí del bar manejando rápido, casi con rabia.
Al llegar al restaurante, me metí sin pedir permiso, buscando a Emma entre las mesas. Y ahí estaba, como si nada, sonriendo con él. No pude contenerme. Me acerqué hasta su mesa, mi mirada fija en Andrés.
—Otra vez usted, ¿no se cansa de estar con mi mujer? —le dije, casi escupiendo las palabras.
—¿Su mujer? —respondió él, poniéndose de pie y mirándome a los ojos con una sonrisa que solo me enfureció más.
Emma intentó calmarme, me susurró: —Richard, por favor, no armes un escándalo.
No le respondí. Solo le susurré al oído: —Entonces, véngase conmigo.
Ella me miró, dudando. Pero, después de unos segundos, agarró su bolso y salió conmigo, con una mezcla de molestia y resignación en sus ojos. Caminamos hacia el auto, y sin decir una palabra, ella se subió. Con el corazón latiéndome a mil, arranqué y aceleré hasta llegar a un lugar apartado, donde no había más que el silencio de la noche.
Al detenernos, la miré. Su expresión estaba cargada de furia y desilusión, pero yo no quería oír palabras. Solo deseaba que el silencio lo dijera todo, que sintiera lo mismo que yo.
—Supérelo, Richard. Estoy harta de que aparezca y desaparezca como si mi vida fuera de usted —dijo, con la voz cargada de rabia.
Respiré hondo y, con calma, le respondí:
—Nunca la voy a superar, Emma. Su vida tal vez no es mía, pero usted sí.
—Bájese de esa nube, Richard. Estoy cansada de esta situación, cansada de usted —me gritó, pero sus ojos no podían ocultar el dolor.
Aceleré un poco más, hasta que llegamos a un punto donde el camino se volvió tierra. Frené en seco, y ella me miró sorprendida, pero no dije nada. La miré a los ojos, con la misma intensidad que sentía en el pecho, y la tomé en mis brazos.
—¿De verdad está cansada de mí? Dígamelo en la cara —le susurré, con una voz que apenas reconocía.
Ella intentó resistirse, pero vi que estaba nerviosa, que no era capaz de sostener mi mirada. Empecé a besarle el cuello, lento, mientras mis manos la atraían más hacia mí. Ella suspiró, tratando de apartarse, pero no pude dejarla ir.
Ella estaba a centímetros de mí, y mi respiración se volvió lenta, cada latido de mi corazón como un eco que llenaba el auto. Con mis manos, bajé el cierre de su vestido, dejando que la tela se deslizara lentamente por sus hombros, revelando su piel. Ella no apartaba su mirada de la mía, sus ojos cargados de una mezcla de rabia y deseo, pero no dijo nada, solo dejó que el vestido cayera por completo, quedando sobre su cuerpo como una sombra que se desvanecía.
Tomé sus manos y la atraje hacia mí, haciendo que se sentara sobre mis piernas, su cuerpo encajando con el mío en una posición de loto. Ella enredó sus brazos alrededor de mi cuello, y mientras la acercaba aún más, sentí el calor de su piel contra la mía. Nuestros labios se encontraron, y fue como si cada beso, cada suspiro, hablara de todo lo que no podíamos decir en palabras.
Los gemidos se mezclaban con los susurros; me llamaba por mi nombre, suave al principio, y luego con un tono cada vez más intenso. En cada susurro me pedía, me buscaba, y respondía con caricias firmes en su espalda, mientras ella se movía lentamente sobre mí.
Sentí el momento, la giré para que se colocara de espaldas a mí, en amazona. Ella apoyó las manos sobre mis piernas, su espalda rozando mi pecho mientras mis manos recorrían sus caderas, marcando un ritmo profundo. Sus gemidos llenaban el auto, el aire estaba impregnado de su voz, susurrando mi nombre, mientras sus manos se apoyaban en mis piernas para moverse al compás de nuestro propio ritmo.
Con suavidad, la acomodé de nuevo en el asiento, colocándome sobre ella en misionero. Nuestras miradas se cruzaron, y la intensidad en sus ojos me decía todo lo que necesitaba saber. Nos movimos como si fuéramos uno solo, en silencio, dejando que cada roce, cada suspiro, contara lo que ninguno de los dos podía expresar con palabras.
Finalmente, la giré, apoyándola de frente contra el asiento para llevarla a una posición desde atrás. Mis manos se apoyaron en sus caderas, y sentí cómo su cuerpo se arqueaba, sus gemidos intensificándose en cada movimiento. La tensión, el deseo, todo se volvió una combinación perfecta que solo podía describirse como nuestro propio idioma compartido en la oscuridad de la noche.