Relato - En invierno

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Invierno: una estación triste, con el frío, la nieve, con sus árboles desnudos. El sol se escondía tras las nubes mientras el viento soplaba, azotando los cabellos de Julia, que como cada tarde, estaba sentada en el banco frente a su casa.

Estaba helando, pero ella no se inmutaba. Esperaba que llegase su amado, tal y como le había prometido.

Miraba con interés al horizonte, para ver si lo avistaba a lo lejos, para comprobar si veía su sonrisa mientras la miraba, como si el resto del mundo se desvaneciera, como si en realidad nada más que ella existiera.

Julia cerró los ojos, imaginando como Carlos, de veintitrés años, pelo rubio ceniza y ojos marrones, iba a su encuentro, la tomaba de la mano y se la llevaba a caminar por los jardines como hacía antes de partir a la guerra.

Una oleada de felicidad la embargó al imaginárselo. Sonrió.

No se volverían a separar, ya todo habría acabado: la espera, la añoranza. Todo sería reemplazado por la dicha para entonces.

En primavera, cuando los árboles estaban en flor, ellos dos quedaron por última vez.

―No te vayas―le pidió Julia.

―Tengo que ir, defenderé mis ideales y a mi patria.

Ella lo abrazó, entre sollozos. Se negaba a decir adiós. A Carlos casi se le partió el alma al verla así.

―Prometo escribirte―dijo él para tranquilizarla.

Julia lo miró a los ojos.

―¿Y quién me va a decir a mí que lleguen las cartas?

Carlos sonrió, aunque la alegría ni mucho menos le llegó a los ojos. Solo quería consolar a su novia.

―Tengo contactos que harán que lleguen. No te preocupes por eso.

Ella se atrevió a besarle. En ese momento no importaban los protocolos, ni si alguien los veía. Solo quería aferrarse a un sueño. Al sueño de que él volvería, de que recibiría las cartas y a su amor.

Entonces él se fue y ella se quedó sola en casa, esperando con ilusión al invierno.

Cada carta que recibía, la leía una y otra vez. Ella le contestaba a todas y se las daba al cartero. La petición siempre era la misma: "Haz que lleguen deprisa".

Había veces en las que no recibía ninguna carta de Carlos y eso la angustiaba. Apenas podía dormir por las noches, pensando que algo había pasado.

Pero la llegada de una nueva carta siempre la llenaba de fuerza y de ganas de seguir luchando y de vivir.

Mi queridísima Julia:

Hoy, como todos los días, ha sido un día vacío sin poder deleitarme con tu presencia, con ver el color de tus ojos y el sonrojo de tu rostro cuando te robo un beso.

También, por otra parte, lo hemos pasado mal. Las cosas no van bien por aquí, mi amigo Rubén ha caído a causa de una herida de bala.

Pero tranquila, no te inquietes, estaré bien. Ya nos hemos cambiado de campamento, de ahí que la dirección desde donde te mando la carta sea distinta.

Ya cada vez falta menos para que vuelva a casa y para poder verte. No puedo esperar más.

Te echo mucho en falta, eres mi vida y te juro que cuando llegue no te dejaré sola ni un segundo, no quiero perderme nada más de ti, quiero despertarme cada día y verte.

Sueño muy a menudo contigo y cuando me despierto, la angustia me embarga por dentro, porque estás muy lejos. Sin embargo, a pesar de todo, mi corazón está donde estás tú y si sigo con vida, es por ti, mi sol.

Te mando flores, aunque no sé en qué estado llegarán. Son violetas. De todas formas, la intención es lo que cuenta.

Nada puede compensarte mi ausencia y no dejo de agradecerte cada día el amor que me profesas, el tiempo que me esperas.

Esta es la última carta que escribo, ya que el próximo mes estaré contigo. Prometo estar en el banco frente a tu casa a las seis. Una vez más, y juro que por última vez te lo pido, espérame.

Con todo el amor de mi corazón,

Carlos.

Seguía segura de su promesa, él nunca le había mentido.

Había pasado casi un año, ¿él seguiría igual? La ponía nerviosa el sólo pensar en ello y a la vez eso la impacientaba cada vez más.

Llevaban juntos desde que prácticamente eran unos niños, soñando con el mismo futuro juntos, que era casarse, mudarse a una casa en medio de la pradera y tener muchos hijos.

Entonces, lo vio. El rostro con el que había soñado cada noche, los ojos que siempre la miraban sólo a ella con ese brillo especial, la sonrisa más perfecta del mundo.

Se acercaba lentamente, ella se ponía en pie y se aproximaba a él también.

Sin embargo, cuando Julia abrió los ojos, todo se desvaneció.

Julia siempre se sentaba cada tarde de invierno en aquel banco a esperar a su amado desaparecido y se autoconvencía de que llegaría, de que él nunca incumplía una promesa, de que a pesar de que nunca más tuvo noticias de él, llegaría.

Las lágrimas corrieron por su rostro arrugado a causa de la vejez.

Nunca se casó, como las otras jovencitas que perdieron a sus pretendientes en guerra. Jamás renunció a la idea de que algún día de invierno aparecería ante sus ojos y tampoco tuvo a nadie en su tiempo que la obligara a casarse.

Ella siempre se sentaba cada tarde allí, con su vestido amarillo y con la última carta que el joven un día le envió en la mano, nevase o lloviese.

Una tarde, inesperadamente, en un día de lluvia y mucho frío, Julia volvió a ver a su amado.

Él le sonreía con ojos resplandecientes. Corrió hacia a ella, la levantó del suelo en volandas y la besó.

―Has tardado mucho―le dijo ella.

―Ya nunca más nos volveremos a separar―le juró él.

Entonces, los dos jóvenes se besaron y Julia comprendió que ya no estaba viva, pero nada de eso le importó. Su amor había vuelto a por ella, su sueño se había hecho realidad.

Se tomaron de la mano y caminaron juntos hacia la luz, donde su amor sería eterno, donde solo les aguardaba la felicidad.

El rincón de mis desastresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora